Daniel
Kobylaner
En
El malestar en la cultura Freud propone 3 vías de
apaciguamiento para la infelicidad propia de los seres humanos en
sociedad. Dice
“El método más tosco, pero también el más
eficaz, para obtener ese influjo es el químico, la intoxicación
“(...)”Lo que se consigue mediante las sustancias embriagadoras
en la lucha por la felicidad y por el alejamiento de la
miseria”(...)”No solo se les debe la ganancia inmediata
de placer sino una cuota de independencia, ardientemente
anhelada, respecto del mundo exterior. Bien se sabe que con ayuda de
los quitapenas es posible sustraerse en cualquier
momento de la presión de la realidad y refugiarse en un mundo
propio, que ofrece mejores condiciones de sensación” (el
subrayado es del autor).
Es
sabido que en los últimos tiempos se ha multiplicado la cantidad de
personas que utilizan diferentes sustancias psicoactivas: alcoholes,
cocaína, marihuana, “paco”, pegamentos, medicamentos
psicotrópicos, drogas de diseño, llamadas así por su síntesis en
laboratorio, y cualquier objeto sea catalogado por el discurso social
y o legal como “sustancia peligrosa” o no que pueda elevarse a la
condición de “tóxico” como consecuencia de un consumo
problemático. Nuestra clínica así lo demuestra una y otra vez.
Esta situación puede leerse como efecto del empuje social al consumo
de todo tipo de objetos, a la oferta masiva de sustancias y en otro
sentido, a la búsqueda rápida de resolución de conflictos cuando
no a la evasión o desconocimiento de los mismos.
La
exacerbación del empuje al consumo, la promoción mediática de
pertenencia reforzadora del lugar del consumidor efectúan
fenómenos clínicos que deben ubicarse en un contexto de consumo
generalizado de objetos diversos. Como advertirán, nuestra lectura
excede la relación restringida de adicto-drogas,
consumidores-sustancias.
En
este sentido, los consumos problemáticos de sustancias “prohibidas
y permitidas”, nos muestran el lado oscuro y segregado del consumo
generalizado por un lado, y el consumo “bien visto” de objetos
contablemente infinitos por otro, ubicados en el lugar de
adquisiciones, necesarias para inscribirse en los códigos actuales,
y que muchas veces sorprenden al sujeto en el sinsentido de dicha
posesión, quedando borrado él mismo de su acto alejado de un deseo.
En
nuestro trabajo, con personas que acuden con consumos problemáticos,
nos sorprendemos cuando rastreamos que las sustancias, cualesquiera
fueren, cumplen funciones muy disímiles en cada quien. La cocaína
puede funcionar para algunos como estímulo, para otros como
anestesia. La clasificación química del objeto droga, no es un
observable en nuestro quehacer como psicoanalistas.
Las
“clasificaciones” que nos rodean son muchas: drogadictos,
panicosos, ansiosos, deprimidos, violentos, que son algunas formas de
nombrar el sufrimiento actual.
El
soy adicto, debería poder ser desarticulado en un
tratamiento, vía la transferencia, que por naturaleza es
significante, pero es también pregunta, siguiendo a Blanchet, como
dice Lacan en la proposición del 9 de Octubre de 1967, la
transferencia es encarnada por un significante cualquiera. Este
significante, sancionado por el analista, produce en el sujeto una
conmoción, pues aquello que pensaba que era, un adicto por ejemplo,
y que lo ordenaba, no es más.
El
tratamiento convoca a cada sujeto a encontrarse con lo singular de
su padecimiento, incomparable con otro. No hace serie. El
padecimiento del síntoma clínico es la huella digital del sujeto.
Parafraseando
a Eric Laurent, el psicoanálisis propone a contrapelo de la época,
la suspensión de un saber para que el dispositivo funcione. El
analizante no sabe qué es. En la distribución de goces de las
instituciones familiares, a uno le tocaba ser el estúpido a otro el
inteligente. Resulta que el estúpido se doctoró, y así se
multiplican los ejemplos.
Para
el psicoanalista, la suspensión del conocimiento está dada por la
Docta Ignorancia, oxímoron que convoca a suspender los conocimientos
para escuchar lo que no sabe: la verdad del paciente, lo que el
sujeto tiene para decir. En este aspecto, el profesional se sustrae
del prejuicio de nombrar y dar sentido.
Subsidiariamente
de la ciencia y la tecnología de la época, nuestro quehacer
habilita un tiempo y un espacio particular para cada uno, sin
importar la brevedad del mismo, pero demostrando cuestionar la prisa
por consumir; el empuje al consumo debe traducirse hacia otra cosa.
Encontrarse con el deseo no tiene nada que ver con el consumo de
objetos que como dijimos, son infinitos. Es un exceso y retorna al
sujeto como goce. El toxicómano, es producto de la época. Es
alguien que consume. El empuje a “todos consumidores”, es un
observable. Tiempo y espacio quedan confinados al aquí y ahora, al
todo ya. Lo virtual del ciberespacio cobra vida y modela la
subjetividad hipermoderna.
¿Acaso
las drogas, así llamadas, hacen existir la experiencia de
satisfacción perdida, en tanto experiencia de goce al instante? Si
esto fuese posible, no tendríamos una clínica con pacientes con
consumos problemáticos. Problemáticos porque el trueque de un real
(la castración) por otro real (el goce de la autosatisfacción),
fracasa. Lo real de la sexualidad que conlleva postergaciones,
encuentros y desencuentros, y la satisfacción plena como perdida por
la inmediatez del tóxico que también falla, o por sobredosis o
simplemente por lo efímero de los efectos buscados.
La
presencia del psicoanalista constituye un medio para sostener al
sujeto en la dignidad de su palabra, lo cual conlleva una eficacia
nítida desde los parámetros éticos de un tratamiento. Las
diferencias notables que se presentan en el caso por caso, no
permiten generalizaciones. El psicoanálisis no constituye una oferta
más en el mercado de la salud. Su probada eficacia y su particular
forma de proceder lo habilita a tratar y abordar lo que llamamos
“Síntomas modernos”.
Los
motivos de consulta, se presentan a menudo con la impronta de la
urgencia, de la inmediatez, características casi siempre presentes
en las patologías del acto, en las que el consultante aparece
denunciando situaciones de las que no puede hacerse cargo: ataques de
pánico, angustias generalizadas, relaciones de pareja que no pueden
sostenerse, niños hiperactivos, adicciones cada vez más tempranas,
anorexias y bulimias y que retornan como exceso en ésta época de
consumo generalizado.
A modo de conclusión
La
respuesta está en la clínica de todos los días, seducir al que
consulta a que retome su propia realidad subjetiva, causa de su
división, allí donde reside la verdad singular y única de sus
padecimientos, para que algo del orden del deseo, finalmente surja. Y
el deseo, es la única vía que puede tener a raya el goce. El
psicoanalista puede prestarse al comienzo a “ser consumido”:
ausencias reiteradas sin aviso, apariciones intempestivas como si el
tiempo no hubiese pasado, llamados telefónicos, etc. Pero ser
consumido no como único movimiento, sino con el horizonte de
prestarse a que el sujeto pueda encontrarse con la verdad de sus
padecimientos, para poder de algún modo saber hacer con su síntoma,
y no a la inversa, vivir a expensas del síntoma, y lo que es peor,
no saberlo…
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