sábado, 13 de julio de 2013

Boletín Número 24 - julio 2013


Boletín del Centro de Día Carlos Gardel
de Asistencia en Adicciones 
Publicación sobre prevención, asistencia, investigación,
capacitación y políticas públicas en drogadependencias
 Número 24 – julio/2013                                                 Ciudad Autónoma de Buenos Aires
  “Su propuesta es inaugurar un ámbito de información, participación, intercambio y pluralidad de opiniones con y entre profesionales del ámbito público dedicados al campo de las drogadependencias”. 


Estimados lectores: en este número del boletín contamos con un texto de Juan Luis de la Mora, psicoanalista mexicano, que ya colaboró con nosotrosy que además se desempeña en instituciones con adolescentes y padres. En esta oportunidad, su trabajo trata de situar la articulación entre el consumo de drogas y el contexto contemporáneo con sus coordenadas discursivas abordando el tema desde la lectura de autores como Ignacio Lewkowicz, Sylvie le Poulichet y Massimo Recalcati desde una perspectiva que enriquece con sus propios aportes algunos de los cuales se vinculan con los problemas que nos plantea la práctica clínica de los consumos problemáticos de drogas hoy. Lewkowicz sostiene desde sus trabajos, que nuestra época – su lógica social- hace posible una subjetividad adictiva; y mediante sus desarrollos – que sigue y comenta de la Mora- , nos muestra cómo las toxicomanías actuales solamente son posibles merced a la lógica condicionante del discurso contemporáneo.
Contamos también con un texto de Carlos Herbón, integrante del equipo profesional del centro Carlos Gardel que desarrolla la temática de los dispositivos grupales en los consumos problemáticos con un análisis de su implementación, de su lugar y su función en el marco institucional. Los grupos han sido utilizados desde la referencia del psicoanálisis a partir de la segunda guerra mundial, y los primeros eran grupos poli-sintomáticos, es decir, se trataba de colectivos integrados por pacientes con diferentes piscopatologías. Más allá de los diversos enfoques grupales que se implementan, en nuestro caso se trata de grupos mono-sintomáticos, vale decir, que los pacientes se agrupan por un único síntoma que responde al consumo problemático de drogas. Y este es el tema de su trabajo del que ofrecemos la primera parte; la segunda, se publicará en el próximo número del boletín.


Contenidos


por Juan Luis de la Mora

por Carlos Herbón



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Este Boletín está editado por el equipo profesional del Centro Carlos Gardel del Área Programática del Hospital Ramos Mejía.
  
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Asociación de Reducción de Daños de la Argentina (ARDA)


ISSN 1851-3344

Escenarios de la época y consumo de drogas



Juan Luis de la Mora

Vivimos en una época muy contemporánea…
El Mendieta (Fontanarrosa)

He seguido la tradición de los solitarios; he comido, también, raíces.
Adolfo Bioy Casares


Comprender la figura del adicto implica localizarlo en el contexto sociocultural actual; para decirlo más claro: el adicto sólo es posible, localizable, en este contexto. La adicción es, de hecho, una de las coordenadas que caracterizan el mundo contemporáneo. Ignacio Lewkowicz, historiador argentino, es tajante al respecto:

“La institución social “adicción” existe porque socialmente es posible la subjetividad adictiva. La adicción es una instancia reconocible universalmente porque la lógica social en la que se constituyen las subjetividades hace posible -y necesario- ese tipo de prácticas.”1

Las proposiciones de Lewkowicz, miembro fundador de H/a, Historiadores Asociados, grupo desde el que se propone una historia de la subjetividad, son una continuación rigurosa y sumamente fecunda del trabajo de Michel Foucault. Para Lewkowicz la relación de consumo tóxico, pertinaz, que define un tipo de subjetividad, la adictiva, no había existido nunca antes de nuestra época, pues es precisamente su configuración la que permite (y provoca) ese particular tipo de relación. Entonces, lo particular de la adicción no está en una sustancia y sus efectos químicos en los procesos fisiológicos del sistema nervioso central o en los procesos psicológicos básicos y complejos que conforman la conciencia, sino en el entramado social de los vínculos subjetivos que funcionan como soporte para ese tipo particular de consumo. Esta novedad ocurre en el pasaje de la modernidad a la posmodernidad: el Estado ha perdido su lugar de referente fundamental y supremo para los procesos de subjetivación. En su sitio ha aparecido el mercado, con convocatorias subjetivas muy distintas. Por ejemplo, ahí donde podíamos detectar un ciudadano, un sujeto de la conciencia, ahora encontramos a un sujeto de consumo; ahí donde encontrábamos dispositivos disciplinarios, de control y represión, vemos ahora dispositivos que promueven en el sujeto el consumo voraz de lo siempre nuevo y desechable.
Este enfoque es sumamente poderoso porque permite eliminar toda psicologización del adicto, liberarnos de un supuesto “tipo de personalidad adictiva”, caracterizada por una tara o defecto imputable al desarrollo, la crianza o la genética. No es que estos factores sean despreciables, pero ponerlos al margen del análisis permite construir enfoques mucho más fecundos, centrados en la subjetividad (no en la personalidad) y en las prácticas sociales que la sostienen. Por decirlo de otro modo: en la Cultura que sostiene el malestar de sus habitantes.
Massimo Recalcati es agudo al señalar las repercusiones clínicas de estas circunstancias socioculturales. Para este autor, la adicción forma parte de una serie que completan anorexia, bulimia, depresión y ataques de pánico. Lo que caracteriza la clínica de estas manifestaciones es un “orden simbólico debilitado”2 que exige un trabajo de “defensa del sujeto del inconsciente”. Lo que encontramos es una clínica del pasaje al acto y no del retorno de lo reprimido; una clínica del vacío y no de la falta; manifestaciones clínicas menos cercanas a las neurosis de transferencia que a las neurosis actuales —de difícil acceso para el trabajo psicoanalítico, advertía Freud. Una de las particularidades del discurso hegemónico contemporáneo, al que podemos acercarnos a partir de los discursos que Lacan llama de la ciencia y del capitalismo — variación éste último del discurso del Amo, es la cancelación o expulsión del sujeto del inconsciente; no es una simple “descreencia” en el inconsciente sino una especie de “victoria” sobre él: al consultar el toxicómano se presenta como habiendo demostrado que el inconsciente no existe, que él está por fuera de esa red. En sentido estrictamente freudiano, entonces, la adicción como consumo tóxico no siempre constituye un síntoma, pues el paciente no está ahí interpelado, no reconoce ninguna implicación subjetiva que lo interrogue y angustie. El objeto droga y sus efectos obedecen al imperativo de la época “¡Goce! ¡Goce usted! Sin consecuencias, sin preocupaciones, sin grasa ni colesterol, sin azúcar, sin intereses, sin límites”. Sylvie Le Poulichet señala cómo las drogas son objetos privilegiados de este discurso pues permiten al sujeto borrarse de su acto ante una supuesta omnipotencia de la sustancia-droga sobre el lenguaje (que la crea)3.
Vuelvo a Recalcati, que en el mismo artículo propone reconstruir la “cuestión preliminar al tratamiento” propuesta por Lacan para las psicosis para esta nueva clínica. Esta nueva cuestión preliminar consistiría en una reconstitución de ese orden simbólico ausente o debilitado. Si los dispositivos culturales contemporáneos dejan al sujeto desamparado simbólicamente frente a un goce que promete ser absoluto en el consumo, esta cuestión preliminar sería algo así como enfermar al adicto de inconsciente, de subjetividad, hacer de su consumo a-sintomático, un síntoma propiamente freudiano, susceptible de abrir el campo de la transferencia. Aquí es importante apuntar que no tomo los desarrollos de estos teóricos contemporáneos como modificaciones radicales de las bases de la clínica psicoanalítica, o sea que aunque podamos pensar en nuevas manifestaciones clínicas, éstas siempre se mantendrán contextualizadas por las tres estructuras fundamentales descritas por Lacan: neurosis, perversión y psicosis. Es importante tener estos puntos de anclaje firmes al escuchar una demanda, pues de ello depende la posibilidad de su despliegue, de la apertura del inconsciente como campo de producción y trabajo en la cura. Recordemos que el inconsciente es aquello que se le dirige al psicoanalista, que éste forma parte de aquél. O, lo que es lo mismo, que en el psicoanálisis es la oferta la que genera y define a la demanda. En palabras de Le Poulichet:

“El elemento esencial que permite anudar una transferencia es sin duda la creación de un síntoma, en la medida en que el paciente pueda poco a poco organizar su discurso en una nueva queja dirigida al analista, que designe un enigma. Entonces, entre el momento en que acude a la cita con el analista para desembarazarse de ‘la toxicomanía’, y aquel en que descubre una fuente enigmática de sufrimiento de la que puede quejarse, ha cobrado forma un nuevo mensaje que da testimonio de una nueva posición dentro de la palabra.”4

Para proseguir sobre la demanda en la clínica de consumos tóxicos o problemáticos, retomo esa posible lectura de la adicción desde la diferencia que establece Freud entre neurosis actuales y neurosis de transferencia. En las neurosis de angustia el síntoma se caracteriza por la mediación simbólica de la pulsión, es por ello que son analizables. Hay un contenido oculto más allá del cuerpo, y este más allá —o más acá— abre un intervalo para el trabajo analítico, para la interpretación y la consecuente movilización del deseo como límite al goce. En las neurosis actuales el proceso de representación de la pulsión ha fracasado y ella incide o se dirige directamente sobre el cuerpo. El efecto es la ausencia de sentido en los síntomas. Ausencia de sentido quiere decir que no están dirigidos a nada ni nadie, y por ello el psicoanalista no encuentra fácilmente cómo insertar su palabra en ese síntoma. Un ataque de pánico es eso: un ataque de pánico, y nada más. Es la presentación clínica más frecuente para los consumos tóxicos. Los focos sintomáticos son el cuerpo y el acto en tanto reales, en una especie de sobrecarga, de sobreexcitación del cuerpo propio y del cuerpo del otro con manifestaciones generalmente violentas o melancólicas.
Hay diferencias radicales en el consumo llamado adictivo, que hemos intentado caracterizar dentro de las coordenadas de la época, respecto de las relaciones tradicionales que algunas culturas establecieron con sustancias psicoactivas (peyote, tabaco, etc.). Estos actos de ingesta ocurren siempre en el contexto tradicional de referencias simbólicas que enmarcan la práctica en formaciones culturales, como el chamán o sacerdote, y referentes rituales que sostienen no sólo el orden social sino, sobre todo, el orden del mundo —la cacería, la caminata, la danza, la cosecha. Hay una historia de la comunidad y una historia del sujeto que experimenta los efectos de las sustancias (la droga ingerida; el lenguaje pronunciado; la danza, cacería, caminata realizadas). El mismo Lewkowicz señala la ausencia de historia e historización como característica fundamental de las prácticas adictivas. Para este autor la posmodernidad ha operado un descarrilamiento del “tiempo socialmente instituido”, un pasaje de un tiempo del sentido (piénsese en la serie disciplinaria trabajada por Foucault: escuela - fábrica - ejército - hospital, etc. y su relación con la represión de la sexualidad trabajada por Freud) a una sucesión vertiginosa de presentes siempre plenos de goce, siempre vacíos de implicación subjetiva, y siempre renovados al ser desplazados por el nuevo elemento (inconexo) de la cadena. Estos momentos están regidos únicamente por la lógica del objeto más nuevo, pues es éste —y no la historia— el que otorga consistencia social al sujeto. En el tiempo histórico el sentido está garantizado por el Otro; en el tiempo vertiginoso del consumo, no hay más que el otro especular para el que se consume (el que sanciona que la bolsa, el celular, el libro nuevo se adecuan a la moda). Mientras que en el contexto del consumo ritual tradicional la droga es un objeto privilegiado que permite la trascendencia del sujeto, desde la historia hacia, por ejemplo, la divinidad, en las prácticas de consumo tóxico la droga es un objeto más de la serie, desvinculado de cualquier otro objeto, de cualquier sentido posible. Es común escuchar la queja de quien encuentra en cada intoxicación una instancia nueva y sorprendente, sin vínculo con el consumo de ayer o con el de mañana, sin ninguna capacidad para reflexionar sobre la borrachera de la semana pasada o de predecir el pasón de la que viene.
Es por esto que he elegido como epígrafe esa frase de Bioy Casares que forma parte del diario ficticio de un prófugo ejemplar del S. XX. Un exiliado a quien el hambre lo pone a dudar de su propia capacidad de juicio y para quien el amor ya sólo es posible entre fantasmas que han quedado para siempre fuera de la historia. En esa ominosa isla es la técnica la que ofrece esa promesa de escapar del mundo, a las raíces. La técnica es equiparable a las drogas5. Es gracias a esa misteriosa invención científica que los habitantes de la isla han logrado zafarse de cualquier implicación subjetiva, sin por eso renunciar a hablar, bailar o dar brinquitos para escapar del frío. Esos fantasmas me parecen una fiel y triste imagen de lo que la época ofrece como ideal y señuelo para el adicto. La frase es magnífica porque ofrece también el costado de una “tradición de los solitarios”, que se antoja muy distinta a la cofradía de los consumidores masificados pero anónimos para los otros y para sí mismos, y porque sugiere finalmente el consumo ritual de las raíces, que podrían ser alucinógenas o no, pero cuya importancia es la filiación simbólica a una tradición y una historia, la inserción de quien consume en una serie que abre la posibilidad de un sentido para un acto que lo vincula con otros y, desde ahí, un sentido para su existencia.

1 Lewkowicz, I. “Subjetividad adictiva: un tipo psicosocial instituido. Condiciones históricas de posibilidad” en Dobon, J. y Hurtado G. (Comp.) Las drogas en el siglo… ¿qué viene?, FAC, Argentina, 1999.
2 Recalcati, M. “La cuestión preliminar en la época del Otro que no existe”. Texto publicado originalmente en francés en Ornicar? Digital, No. 258 en Mayo de 2004. La traducción del italiano es de Andrea Mojica Mojica, revisada por Astrid Álvarez de la Roche y está disponible en línea como parte del No. 10 de Virtualia, revista digital de la Escuela de la Orientación Lacaniana (Buenos Aires, Argentina), de julio-agosto del 2010: <http://virtualia.eol.org.ar/010/default.asp?notas/mrecalcati-01.html>
3 Cfr. Le Poulichet, S. Toxicomanías y psicoanálisis. Las narcosis del deseo. Amorrortu, Argentina, 1990 (segunda reimpresión: 2005). p. 47
4 Le Poulichet, S. Op. cit.
5 Son muchos los autores que trabajan la relación entre técnica, capitalismo y droga. Los libros de Braunstein y Le Poulichet ya citados son buenos ejemplos. También Paul Verheaghe y Dani-Robert Doufur exploran esa relación en el contexto de los cuatro (más uno) discursos de J. Lacan.

Dispositivos grupales en el tratamiento de los consumos problemáticos (primera parte)


Carlos Herbón

Desde su concepción, en el que presentaba su propuesta de atención, hasta su concreción definitiva, cuando por fin pudo llevarse a cabo su creación, el Centro Carlos Gardel ha considerado el espacio de la grupalidad, como una vía propicia, entre otras, y conjuntamente con otras, para el desarrollo de un modo de tratamiento posible tanto para ofrecer un lugar a las personas que se acercan solicitando atención terapéutica por problemas asociados al consumo drogas, como de sus familiares y referentes.
No fue sin un debate previo, orientado a pensar críticamente el uso de esa herramienta terapéutica, desde una concepción distinta - en lo que a los tratamientos por adicciones se refiere - de acuerdo a como venía siendo utilizada tradicionalmente en comunidades terapéuticas, hospitales de día o centros psiquiátricos tanto públicos como privados (especialmente los privados)
Tradicionalmente y desde una concepción que procuró como finalidad la abstinencia obligatoria y definitiva tanto del uso, el abuso como de la dependencia, los espacios grupales aplicados a estos tratamientos tuvieron como objetivo principal, interferir la voluntad del usuario por intermedio de la educación y la disciplina, mediante la enseñanza de preceptos morales y religiosos que permitieran el “rescate de la oveja descarriada” logrando la suspensión definitiva de la acción de consumir.
La concepción subyacente a la aplicación de estas estrategias, daba cuenta del consumo de substancias como el resultado de una voluntad desviada de principios morales socialmente aceptados, resultado de la perversión particular del sujeto en cuestión, (no pocas veces explicada por un particular degeneramiento biológico o genético) o de una suerte de posesión demoníaca vehiculizada por la ingesta de las mismas. Las substancias serían el caballo de Troya que facilitaría la toma por asalto del alma del consumidor y la tarea, a la manera de un acto sacerdotal, consistía en “rescatarlo” del infierno de las drogas.
El discurso moral y el discurso religioso, se fundieron en un objetivo común, legitimándose mutuamente, escondiendo sus formas bajo la apariencia del discurso jurídico.
La voluntad que hiciera caso omiso a las oportunidades de transformación ofrecidas “gratuitamente” por una voluntad superior cuyos operadores terapéuticos y morales representaban, serían sancionadas.
Este debate crítico nos obligó a hacer visible el lugar ocupado hasta entonces por quienes tenían la tarea de coordinar esos grupos, los modelos de liderazgos que surgen inevitablemente procurados en el, y las relaciones con sus pares, mencionados indirectamente más arriba como “sacerdotes”, representantes ejemplares de la moralidad, e incluso como “los hijos pródigos” que al haber atravesado la experiencia del consumo y habiendo salido airosos de ello, se tornaron en ejemplos vivos, conocedores tanto del “camino de ida” hacia el infierno de las drogas, como del “camino de vuelta” al cielo de la abstinencia, estado bello y “biológicamente natural” del hombre.
Rápidamente se advierte que el referente grupal debe reunir las condiciones necesarias para ser el “espejo” en quién mirarse, el portador de los valores necesarios para producir la corrección de la conducta morbosa y tal cual la psicología del yo lo promueve, será la prótesis necesaria para quien padezca de alguna “discapacidad yoica”. El coordinador y el ideal que constituye para el grupo se dan a sí mismo como ejemplo, respaldado por su propia conducta en la que ese ideal es por fin alcanzado.
El grupo se constituiría allí, entonces, como una suerte de purgatorio, paso previo e inevitable para arribar al paraíso de la abstinencia, mediante el exorcismo, el perdón y la habilitación jurídica y moral. La rehabilitación es el resultado buscado para reducir e incluso “curar” esa discapacidad.
La “cura” aquí está más próxima a un proceso de expiación o al cumplimiento de una sentencia por la vía de la sanción.
La Salud, como un estado del hombre independiente de sus elecciones religiosas, sociales, morales y jurídicas (y también con ellas), estuvo ausente de los objetivos procurados por la adopción de estos “imaginarios grupales”, y en todo caso, se constituyó allí como un medio para alcanzar objetivos distintos o más allá de ella misma como fin y apéndice voluntario o no de los discursos mencionados.
Pensemos por un momento, que lo “inconsciente” allí, era tratado explícitamente o no, como el lugar de producción de la maldad y la desviación de la conducta del consumidor y debía entonces, ser resuelto por la vía de la conciencia siempre clara y sabia.
La experiencia grupal sería el laboratorio reparatorio de las desviaciones inconscientes, posibles de ser capturadas por la conciencia y mediante ella llevar a cabo las transformaciones necesarias para lograr el bienestar.
En este contexto la experiencia del uso de substancias, fue reducida a una experiencia individual, resultado de una elección y de un uso desviado de un objeto, en la cual la conciencia interviene pero en su estado de ignorancia. Parece un sinsentido, pero una experiencia descripta de este modo, procura una resolución a través de un pasaje por lo colectivo, por lo grupal, donde el otro como diferencia, como singularidad, no existe. En cambio, el otro de la uniformidad, completo y completante, se erige como el modelo a alcanzar, como el ideal posible.
Es el otro ubicado como la cabeza de una relación piramidal, al que hay que acceder escalón por escalón a través de pasos (¿pueden ser 12, verdad?). De alcanzar a ese otro depende el volver al camino de la ecuanimidad, la cordura y la sociabilidad, aunque haya que pagar el costo de la autonomía personal. Es frecuente escuchar que se trata de cambiar una dependencia nociva, por otra benéfica, no pensada como un medio o estrategia de tratamiento sino como un fin, aunque siempre se sea dependiente.
La grupalidad en las comunidades terapéuticas, se llamen granjas o como se llamen, tienen un “vademécum” profuso en el que se explicitan los objetivos que hay que alcanzar para ascender en la escalera de la “recuperación” y cualquier fracaso en ese ascenso se nomina como “recaída”! Como el juego de la oca, vuelve entonces a la posición anterior.
Ese otro, cuando toma existencia por su condición de diferencia y se aparta de los ideales comunes, es un obstáculo en el camino de ser iguales, y altera la producción de sujetos en serie, sujetos previsibles y adaptados a un sistema donde el ejercicio de la autonomía a través de las decisiones personales resultan una amenaza.
Crítico de estas concepciones, el centro Carlos Gardel, a partir de discutir el concepto de problema aplicado al consumo de substancias, construyó, junto a otros, en un proceso de pensamiento colectivo, un nuevo problema. Allí mismo, en el lugar donde ese modelo de respuesta se presentaba como solución, se constituyó el punto de partida de una nueva dificultad.
Estas consideraciones derivadas del debate, no son el resultado de un ejercicio que transcurre exclusivamente en el camino de la teoría. La práctica cotidiana y las marcas advertidas en quienes llegan al centro, atravesados por una historia de internaciones sucesivas, en dispositivos de autoayuda identificados como “grupales”, en instituciones carcelarias y/o manicomiales, supieron ser las huellas, tanto psíquicas, como corporales, que nos permitieron trazar un mapa de los fracasos y entrever en ellos las modalidades aplicadas. Individuos puestos a trabajar en grupos, donde la subjetividad particular fue considerada como el origen (negativo) de sus dificultades. Para formar parte de un grupo entonces, había que dejar la subjetividad fuera de él.