Juan
Luis de la Mora
I.
Para
Freud la cosa es clara: “La vida, como nos es impuesta, resulta
gravosa […] para soportarla no podemos prescindir de calmantes
(‘Eso no anda sin construcciones
auxiliares’ nos ha
dicho Theodor Fontane)”.
Acto seguido, enumera y explica tres tipos de estas “construcciones
auxiliares” (que yo he resaltado en la cita). Hay que decir desde
el comienzo que, hoy en día, por ‘calmante’ se entiende
automáticamente una droga: un ansiolítico o un sedante, una
pastilla para soportar(se en) la realidad y poder dormir (¡la
vigilia es tan intolerable que no podemos desprendernos de ella ni
por unas breves horas!). Podemos pensar que la tercera de las clases
de calmantes que describe Freud: las “sustancias embriagadoras”,
a las que también llama “quitapenas”, resultaron las más
exitosas con el paso del tiempo.
La
asociación no es tan directa como la que refiero a los calmantes,
pero por ‘construcciones auxiliares’ podemos entender una especia
de prótesis orto-dóxicas. Me referiré a esto más adelante, pero
antes quisiera regresar a la primera parte de la cita freudiana: “La
vida, como nos es impuesta,
resulta gravosa”. Esta imposición recuerda inexorablemente la
condición de estar-arrojado que describe Heidegger en Ser
y tiempo.
Y en efecto, de lo que se ocupa Freud es de la angustia (‘Angst’),
que Heidegger privilegia como el afecto fundamental que revela al ser
para sí mismo. La angustia despierta cuando el Dasein (que
igualaremos violentamente al sujeto del inconsciente para efectos de
este texto) se enfrenta al Mundo, al Ahí de su estar-arrojado. Esta
condición todavía no es la imposición de la que se queja Freud.
Apenas es un estado previo, que, según Heidegger, provoca un
darse-la-espalda: el sujeto huye de esa primera experiencia, se
refugia en el mundo de la cotidianidad, de la ocupación y la
familiaridad. Sólo desde ahí puede regresar a enfrentar la
angustia, ahora armado con todo un arsenal de signos y significados
para llamar ‘angustia’ a ese espanto original sin nombre ni
límite que abre el Sujeto a la Nada.
Me
he permitido esta breve digresión, apretada y quizá demasiado
simplificada, porque una forma de comprender ese mundo de lo familiar
y lo cotidiano al que huye el Dasein cuando se da la espalda, es
precisamente llamándolo memoria, historización: el proceso de
recuerdo y olvido por el que cada sujeto es responsable y que no
puede ser llevado a cabo sin dolor.
II.
Precisamente,
Nestor Brausntein nos ofrece, en dos ocasiones, una lectura de ese
proceso angustia → enajenación-apertura → retorno sobre la
angustia (nominación). Al retomar en su Ficcionario
de psicoanálisis
(Siglo XXI, México: 2001) y en Memoria
y espanto o el recuerdo de infancia
(Siglo XXI, México: 2008) un recuerdo infantil de Julio Cortázar,
más el relato, la narración que el propio Cortázar hace de ese
recordar, Braunstein va tramando el nacimiento de un sujeto desde la
memoria que, todos sabemos, nos viene del Otro. Recordemos que
Heidegger repite que, respecto de su condición de estar arrojado en
el mundo, el Dasein se precede a sí mismo.
Cortázar
adviene al cuerpo que llevaba ya su nombre cuando despierta al
horror, a la angustia:
Y
entonces cantó un gallo, si hay recuerdo es por eso, pero no había
noción de gallo, no había nomenclatura tranquilizante, cómo saber
que eso era un gallo, ese horrendo trizarse del silencio en mil
pedazos, ese desgarramiento del espacio que precipitaba sobre mí sus
vidrios rechinantes, su primer y más terrible roc.
Mi
madre recuerda que grité, que se levantaron y vinieron, que llevó
horas hacerme dormir, que mi tentativa de comprender dio solamente
eso; el canto de un gallo bajo la ventana, algo simple y casi
ridículo que me fue explicado con palabras que suavemente iban
destruyendo la inmensa máquina del espanto: un gallo, su canto
previo al sol, cocoricó, duérmase mi niño, duérmase mi bien.
No
me detengo demasiado en el análisis que hace Braunstein de este
relato. Baste señalar que la primera frase del pasaje (no he
reproducido aquí el primer párrafo completo) es “La memoria
empieza en el terror”. Eso es evidente en el recuerdo de Cortázar,
como lo es también que el terror es calmado por la palabra del Otro,
en este caso encarnado en la madre, que recuerda en lugar del infante
aterrado y ofrece la nomenclatura que faltaba: es un gallo, nada más
que un gallo que señalará de aquí en más el despertar de tu ser
en este mundo, a esta vida tal y como te ha sido, ahora sí,
impuesta.
Suponiendo
que ha habido un otro que ofrezca esa nomenclatura, que haya arrimado
palabras al incipiente sujeto, un otro que se constituya como Otro
para que el sujeto pueda advenir a ese choque entre cuerpo y
significante, de ahí en más es responsabilidad de ese nuevo ser el
construir una historia, una bio-grafía sobre ese cuerpo. Con las
palabras proustianas que recuerda el mismo Braunstein: cada sujeto
debe escribir el libro que lleva dentro. Historizar es construir una
forma de vida,
en el sentido agambeniano del término. Lo contrario sería
permanecer apenas un viviente, nuda
vida. Y justamente
Proust es ejemplo del altísimo costo que puede tener para un sujeto
encarar esa responsabilidad: construir una forma de vida implica,
necesariamente, dar la vida por ello.
Entonces,
la palabra del Otro, en tanto simiente del sujeto, aparece en el
espacio liminar que la angustia abre para el sujeto. La
palabra es la primera y más fundamental construcción auxiliar.
Ella le permite al sujeto decir “me angustio” o “ la vida se me
impone como gravosa”. Pero esa construcción es como una cuerda
floja, y el sujeto es una especie de fantástico funámbulo de lo
Real: mantiene un precario equilibrio entre su constante
re-construcción (o re-presentación: recuerdo, repetición) y su
inevitable fracaso; entre la (pulsión de) vida y la (pulsión de)
muerte; entre la memoria y el olvido.
Delgadísimo
desfiladero entre la necesaria enajenación o desconocimiento, que
Heidegger llama darse-la-espalda, y en el que ubica la apertura del
mundo para el Dasein, por un lado, y el movimiento de retorno a
enfrentar la nada desde
esa identidad que
se ignora a sí misma,
sumida como está en lo familiar de la cotidianidad, por el otro.
Pero incluso en el olvido, en el desconocimiento, en la represión,
hay trabajo. Y éste no puede ser indoloro para el sujeto.
III.
Ese
era, digamos, el modelo clásico. Pero regresemos al texto freudiano
para hallar ahí una ominosa
advertencia: “Los términos más interesantes de precaver el
sufrimiento son los que procuran influir sobre el propio organismo
[…] el método más tosco, pero también el más eficaz para
obtener ese influjo es el químico: la intoxicación”. Menudo
profeta resultó aquel médico judío. Pues resulta que a partir del
ascenso de la ciencia y el capitalismo como discursos imperantes en
la modernidad, se le ofrece al sujeto la ficción de que puede
escapar de su responsabilidad respecto de la historia, su historia.
El toxicómano se toma ese espejismo muy en serio —no sé si se
pueda decir aquí “al pie de la letra”, pues la letra es algo que
tiene sin cuidado al toxicómano: quiere ubicarse más allá de toda
vida y toda muerte; se niega a hacer ese recorrido desde la angustia,
al mundo y nuevamente a la angustia.
El
toxicómano no busca el olvido sino la desmemoria:
lo que Silvie Le Poulichet llama “cancelación tóxica del dolor”.
La autora hace referencia explícita a la clínica, y reporta haber
escuchado numerosas veces a adictos que consumen para eliminar,
borrar, desmemoriar algún recuerdo. No me detengo aquí a elaborar
la noción de “operación del farmakon”, que la autora construye
a partir de la naturaleza doble del fármaco como es desarrollado por
Derrida en La farmacia
de Platón, texto de
1969. Me permito, sin embargo, una breve cita que ilustra la nueva
situación de aquello que Braunstein trabaja a partir del recuerdo
infantil de Julio Cortázar: “la operación del farmakon es lo que
dispone las condiciones de la ‘desaparición’ de un sujeto en la
medida en que este último se debate con algo ‘intolerable’ que
lo deja librado al espanto”. Parece que nuestra época convoca
sujetos que necesitan de aquella otra construcción auxiliar
hipereficiente, pues sin ella quedarían librados
al espanto. Cortázar
tuvo las palabras que le acercó su madre, el tesoro significante del
Otro inaugura para Julio la compulsión de apalabrar, marcando quizá
su destino y nuestra suerte. Como dice Braunstein: ahora tú puedes
nombrar esa tormenta: se llama gallo; y puedes jugar a ser gallo
también: cocoricó, kikirikí.
Ahora
podríamos preguntarnos: ¿Qué es eso “intolerable”? Le
Poulichet dice que el sujeto pretende desaparecer pues queda a merced
de “algo ‘intolerable’ que lo deja librado al espanto”. Una
cosa es lo intolerable y otra, diferente, el espanto. De lo segundo
ya hemos hablado, o hecho hablar a Braunstein y a Cortázar. Para lo
primero, regreso nuevamente a El
malestar en la cultura:
ahí, cuando Freud habla del psicoanálisis como una alternativa a la
intoxicación orgánica, deja en claro que los objetivos de su método
son modestos, que apenas pretenden atemperar el malestar,
consiguiendo para el sujeto satisfacciones de poco pelo. Eso sí: el
sujeto queda protegido de los vidrios rechinantes de lo Real que
explotan sobre su cuerpo, desde su cuerpo; pero no sin costo: “A
cambio de ello, es innegable que sobreviene una reducción de las
posibilidades de goce”.
¡He
ahí, sin duda alguna, lo intolerable para el sujeto del consumo! Él
ha escuchado bien, quizá mejor que nadie, la orden de su tiempo:
¡Goce! ¡Goce goce
goce y mil veces goce!
Sin límites, sin restricciones, sin consecuencias. A meses sin
intereses, prepagado, sin preocupaciones, sin grasa ni colesterol.
Desde
Foucault los más paranoicos filósofos advierten sobre la
biopolítica y el control absoluto sobre los cuerpos: la reducción a
la nuda vida. La represión y violentísima anulación de toda
humanidad a partir de estados de excepción y campos de concentración
(más o menos evidentes y oficiales). ¿Quién imaginaría que los
vivientes irían voluntariamente a comprar los dispositivos que
operan esa anulación de su humanidad? Las colas fuera del antro de
moda, o de la Mac Store el día que sale el nuevo modelo del iPhone
quizá sean más parecidas de lo que nos gustaría aceptar a las que
se formaban a la puerta de los hornos hace casi un siglo.
Nuevamente
Braunstein: “Ausente la palabra, lo real no tiene asideros y
deviene pavoroso”.
El
consumo tóxico es la promesa de hacer un cortocircuito entre la
ausencia de la palabra (que pone límite al goce) y el horror
insoportable de un real pavoroso.
El título de este texto abreva del de un artículo de A. Ehrenberg, Un mundo de funámbulos. Por supuesto, la inspiración excede el ámbito del título.