Juan Luis de la Mora
Colunga
Prefacio
Las drogas y la ebriedad nos han
acompañado siempre. Hay evidencias de uso de semillas de amapola,
cáñamo, ephedra, ergot, belladona y mandrágora en sitios
arqueológicos de la Edad de Bronce, hace unos 6,500 años, y algunos
datos apuntan a que los hombres de Neardental consumían plantas con
efectos psicotrópicos hace más de 60,000 años. Aunque el contexto
y las formas de uso de las sustancias embriagantes han variado
enormemente a lo largo del tiempo y de una cultura a otra, lo cierto
es que siempre hemos buscado alterar nuestro estado de ánimo, y el
“mundo natural” ofrece un sinnúmero de sustancias para lograrlo.
Y, por supuesto, no se trata únicamente de lo que está naturalmente
disponible; desde muy temprano en la historia de la cultura, el
ingenio y esfuerzo del hombre se aplicaron a la obtención de otros
preparados psicoactivos. El alcohol, por ejemplo, aparece alrededor
del 9,000 a.C. Sustancias más o menos poderosas, más o menos
accesibles, y con los efectos más diversos sobre el estado de ánimo
nos han acompañado desde siempre como un recurso, entre otros, en el
descubrimiento de la extraña naturaleza del alma humana.
La adicción es otra historia. El
uso problemático de drogas, tal como es reconocido en la figura del
adicto, es un asunto muy nuevo, pertenece a nuestra época y es una
de sus características. La guerra contra las drogas sólo tiene
sentido desde que estas sustancias tomaron el estatuto de flagelo
social, desde que consumirlas es sinónimo de atentar contra la
propia salud; o sea desde que algo permite y promueve el exceso y la
dependencia que llevan a la autodestrucción física, psicológica y
social del individuo. Si siempre hubo fármacos en la naturaleza,
siempre hubo ilegalidad en la sociedad, y siempre hubo impulsos
autodestructivos en el individuo, entonces podemos plantear que algo
ha ocurrido para configurar este fenómeno en particular, para que
las personas consuman drogas no ya en pos de la ebriedad, sino
impulsadas por la necesidad crónica y compulsiva de un
embrutecimiento del que luego ya no se puede escapar.
¿Pero por qué existe el adicto,
por qué busca el embotamiento de esta manera históricamente
novedosa? ¿Cuáles son, pues, las
condiciones de posibilidad del adicto, ese personaje universalmente
reconocible? ¿Cómo entender, por ejemplo, que un siglo de feroz
persecución no haya logrado disminuir la producción, trasiego y
consumo de sustancias ilícitas, y que por el contrario aumenten cada
año el número de criminales y víctimas que se amontonan en
cárceles y cementerios de todo el mundo? Preguntas como éstas
dieron origen al presente texto, que sin embargo no es un estudio
propiamente sobre drogas o adicción, sino más bien una reflexión
sobre ese algo en la cultura que es revelado por la existencia de la
subjetividad adictiva.
El pensamiento de Ignacio
Lewkowicz ofreció un valioso horizonte a mi investigación. Plantear
la adicción como una subjetividad instituida, es decir, como el
resultado de dinámicas culturales históricamente determinadas, abre
todo un campo de trabajo. Las adicciones comenzaron a ser un problema
a partir del siglo XIX, cuando los avances farmacológicos
permitieron aislar sustancias como la morfina, en 1806, la cocaína,
en 1860, y la heroína, en 1883. Es cierto que estos compuestos
sobrepasaban en fuerza y accesibilidad los preparados de brujos,
chamanes, sacerdotes o botánicos, pero la mera potencia de la
sustancia no explica el tamaño del problema tal como ha evolucionado
desde entonces. Ese momento histórico es también el de una mutación
cultural de enorme alcance, que transforma el papel del Estado, hasta
entonces referente de los procesos de formación subjetiva, y el de
los mercados, que van cobrando importancia hasta convertirse en el
nuevo eje que organiza las prácticas sociales. A nuevos procesos de
subjetivación corresponden nuevos síntomas. O sea que el malestar
en la cultura toma distintas formas para cada cultura, y la adicción
es una respuesta para un malestar característico de esta época. La
clave de la adicción no está en las sustancias, sino en la relación
que establecemos con ellas, determinada por coordenadas culturales e
históricas muy particulares.
Una de las características del
malestar en nuestra cultura es una cierta pobreza simbólica del
sujeto. Los recursos simbólicos son importantes porque permiten
enfrentar el malestar, comprenderlo, transformarlo. En este punto he
apoyado mi trabajo en los textos de Martin Heidegger, para quien los
estados de ánimo son las puertas por las que el sujeto debe pasar
para conocerse y conocer su mundo —precisamente los estados de
ánimo sobre los que se busca influir con el uso de drogas. El estado
de ánimo más importante en este sentido es la angustia, que es
fundamentalmente angustia ante la nada. Se puede decir, para seguir
con la imagen, que la angustia es una puerta que se abre hacia la
nada, y cada sujeto debe hacerse cargo de la dolorosa experiencia de
descubrirse angustiado. Es aquí donde resulta indispensable marcar
una diferencia entre la embriaguez y la adicción, entre la
alteración del estado de ánimo y el cómodo entumecimiento, que
equivale al cierre de esa puerta que es la angustia.
Desde que el consumo se ha
convertido en una de las prácticas que definen el lugar y función
del sujeto, éste se encuentra sometido, por un lado, a la presión
de perseguir una imagen siempre cambiante y, por otro lado, a la
promesa de alcanzar una satisfacción completa gracias a la
adquisición de un objeto que se le escapa una y otra vez. Para
sostener esta dinámica se ofrece el espejismo de una vida sin
angustia, nunca lograda pero siempre al alcance de la mano. No
obstante, si la vida consiste en el descubrimiento de sí desde la
angustia, la lógica del consumo opera una expulsión del sujeto de
su propia experiencia. El resultado es un tiempo dislocado y
vertiginoso; el sujeto no está ya en condiciones de enhebrar una
historia que le dé consistencia e identidad a lo largo de una vida,
pues para ello requiere precisamente los recursos simbólicos que le
son denegados en la nueva configuración cultural.
Este recorrido, anunciado aquí
de forma esquemática, es elaborado con mayor detalle a lo largo de
seis capítulos. El presente trabajo descansa conceptualmente en el
campo conformado por el pensamiento de Sigmund Freud y Jacques Lacan.
En realidad se trata, tal como lo especifica su singular destino
académico, de un proyecto, una serie de puntos de partida, y
si las ideas aquí expuestas logran despertar en el lector nuevas
reflexiones o sirven para entablar diálogos y discusiones dentro y
fuera del psicoanálisis, entonces daré por cumplidas mis
intenciones.
❦
I. De la droga a la adicción
Cuando lo falso puede parecerse tanto a lo verdadero,
¿quién puede asegurar para sí una felicidad sincera?
Mary W. Shelley, Frankenstein, o el moderno Prometeo
Desde las primeras décadas del siglo XX nuestra relación con un muy variado grupo de sustancias ha sido determinada por una “cruzada mundial contra las drogas y el narcotráfico”, con origen y centro de operaciones en Estados Unidos1. Esta perspectiva prohibicionista sigue dominando legislaciones, políticas de salud pública y operaciones policiales contra el tráfico ilegal de sustancias a nivel nacional e internacional. Los discursos que acompañan y sostienen esta enorme cruzada han logrado una penetración impresionante en cuanto a creencias y posturas ideológicas, políticas y morales, en gran parte gracias a la pretendida cientificidad de sus argumentos, centrados fundamentalmente en propiedades químicas de las sustancias que condenan y en sus interacciones orgánicas con los cuerpos que las consumen. Aun haciendo a un lado la problemática relación entre verdad y ciencia, una revisión cuidadosa de estos argumentos muestra que hay un fuerte tamiz ideológico y moral en la selección del material científico que alcanza primeras planas, y el que es relegado al olvido. Cada vez hay más evidencias de que algunas sustancias llamadas drogas son mucho menos dañinas de lo que este discurso sostiene, y sin embargo resulta curioso que, a pesar de los esfuerzos para llevar estos hallazgos al debate público, la postura prohibicionista conserva todavía la primacía casi absoluta en cuanto a divulgación y generación de políticas públicas. Es igualmente curioso que el prohibicionismo oficial conviva cada vez más con una abierta tolerancia de lo ilegal, y hasta con la regularización de algunas sustancias dentro de márgenes sumamente caprichosos. Incluso los avances más recientes y prometedores en el campo de la legalización de algunas drogas, como es el caso de la marihuana en Colorado y Washington, obedecen más a estrategias de mercado que a un verdadero debate sobre la pertinencia del prohibicionismo. Desde la postura del combate al narcotráfico, es más un “si no puedes contra ellos, úneteles”, en el sentido de una reabsorción por parte de la legalidad mercantilista, que un auténtico cambio de postura frente al tema. Prueba de ello es que la legalización bajo control estatal de la producción y consumo de cannabis en Uruguay provocó una enérgica protesta por parte de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, órgano perteneciente a la ONU, a finales de julio de 2013.
¿Cómo
explicar esta extraña resistencia? ¿Por qué algunos datos
científicos, como el deterioro fisiológico que producen los
cigarrillos comerciales, logran consolidarse en políticas
públicas de gran impacto, mientras que otros hallazgos son
relegados al olvido y la sordera colectiva, por ejemplo los múltiples
beneficios y relativa inocuidad de la marihuana, el MDMA o las
psilocibinas y psilocinas de los hongos alucinógenos?2
¿Cómo es que sobrevive la idea de la “espiral de las drogas”,
la burda noción de que el uso de drogas necesariamente lleva a la
adicción, la desintegración social, la violencia y el crimen?
Antes de avanzar en la búsqueda
de una posible respuesta, quiero traer a análisis al movimiento
ideológico y político que se ha desarrollado a contrapelo del
prohibicionismo, a partir de la segunda mitad del siglo XX. Las voces
que piden la liberalización de las drogas empezaron a hacerse
escuchar durante los años de la posguerra, más o menos a partir de
la popularización de la literatura Beat en los Estados
Unidos. La oposición al prohibicionismo fue cobrando fuerza e
importancia en Occidente a partir de los 60 y 70 con la Guerra de
Vietnam y el aumento de la visibilidad de otras fuerzas culturales
como el postestructuralismo, la antipsiquiatría, el rock
and roll, el movimiento hippie y las protestas
estudiantiles de 1968. Aunque este movimiento de liberalización ha
logrado invaluables conquistas culturales y sociales, ha efectuado
también extraños recortes en los contenidos de su discurso. No es
raro encontrar que sus defensores centren sus alegatos en los usos
recreativos y de introspección o autoconocimiento, ignorando
frecuentemente los efectos perjudiciales de ciertas sustancias para
la salud física, mental y social de los usuarios. Aquí también
encontramos fuertes connotaciones ideológicas, como la vinculación
de algunas drogas con tradiciones y rituales religiosos que son
violentamente extraídos de sus contextos culturales, o la asociación
de una sustancia con una determinada experiencia mística
o psicológica, de descubrimiento o crecimiento personal, sin
tomar en cuenta las condiciones subjetivas y sociales de quien la
consume. Hay diferencias radicales entre el consumo tóxico, también
llamado adictivo, y el uso de sustancias psicoactivas en rituales
tradicionales de algunas culturas (coca, peyote, tabaco, etc.). Estos
actos de ingesta ocurren siempre en un contexto tradicional de
referentes simbólicos que enmarcan la práctica en formaciones
culturales, como el chamán o sacerdote, y rituales que sostienen no
sólo el orden social sino, sobre todo, el orden del mundo —la
cacería, la caminata, la danza, la cosecha. Hay una historia de la
comunidad y una historia del sujeto que experimenta los efectos de
las sustancias —la droga ingerida; el lenguaje pronunciado; la
danza, cacería, caminata realizadas. La utilización ritual de
drogas no se sostiene sin la historia del individuo, de la comunidad,
del universo; y esas mismas historias necesitan el ritual para
sostenerse. Los huicholes o wixárikas, por ejemplo, dedican
muchísimo tiempo a fiestas, cacerías y peregrinaciones
tradicionales (que a veces incluyen la ingesta ritual de peyote),
pues sin ellas el orden natural del cosmos colapsaría. El universo
wixárika es fundamentalmente distinto al universo occidental, está
construido con palabras distintas. Para quien nació y fue formado
fuera de él, la ingesta de peyote difícilmente podrá tener el
mismo sentido, o el mismo efecto. Los rituales que la posmodernidad3
ha asociado al consumo de drogas, como las fiestas y conciertos
masivos, tienen una constitución muy distinta, y construyen lazos
muy diferentes entre sus participantes.
Lo que busco por ahora es poner
sobre la mesa el carácter ideológico de las construcciones
políticas que dominan el debate sobre las drogas. No podría ser de
otra manera: toda aproximación discursiva, a menor o mayor escala,
estará siempre contenida, promovida y determinada por dispositivos
ideológicos, pero partir de ese punto de vista para abordar el
problema de las drogas nos permite ampliar el panorama y plantear
todo el asunto desde la perspectiva de las adicciones, fenómeno de
innegable carácter contemporáneo, que envuelve y rebasa al de las
sustancias llamadas drogas, tanto como el tema de los tráficos
envuelve y rebasa al del narcotráfico. En los cuarenta y tres años
que han pasado desde que Richard Nixon declarara la guerra contra ese
flagelo social que son las drogas, hemos descubierto que no sólo nos
enganchamos al hachís o al crack, sino que los videojuegos, el sexo,
las apuestas, el trabajo, la comida; cualquier cosa, absolutamente
cualquier objeto es bueno para constituir el centro de un trastorno
adictivo4.
El historiador argentino Ignacio
Lewkowicz, miembro fundador de H/a Historiadores Asociados, propuso
que la subjetividad adictiva, el tipo psicosocial instituido de “el
adicto” es un fenómeno que revela ciertas características
específicas de los procesos de subjetivación en la
posmodernidad. En un artículo de 1999, Lewkowicz dice:
La institución
social “adicción” existe porque
socialmente es posible la subjetividad adictiva. La adicción es una
instancia reconocible universalmente porque la lógica social en la
que se constituyen las subjetividades hace posible —y necesario—
ese tipo de prácticas.5
Es decir que el adicto —ese
personaje tan presente hoy en día, pero al mismo tiempo tan difícil
de definir con precisión— sólo es posible, localizable, en el
contexto de la posmodernidad y sus discursos. La adicción es, de
hecho, una de las coordenadas que caracterizan el mundo
contemporáneo. Este autor sostiene incluso que la relación de
consumo tóxico y pertinaz que define a la subjetividad adictiva no
había existido nunca antes de nuestra época, pues es precisamente
la configuración cultural contemporánea la que permite y provoca
ese particular tipo de relación entre un sujeto y una sustancia. Lo
característico de la adicción no está
entonces en un fármaco y sus efectos químicos en los procesos
fisiológicos del sistema nervioso central o en los procesos
psicológicos básicos y complejos que conforman la conciencia, sino
en el entramado social de los vínculos subjetivos que funcionan como
soporte para ese tipo particular de consumo.
Hablar de adicción en estos
términos introduce al sujeto, mientras que hablar de drogas mantiene
la discusión en el plano objetivo de la química. Partiendo de este
punto de vista podemos hacer a un lado la psicologización del
adicto, liberarnos de un supuesto “tipo de personalidad adictiva”,
caracterizado por una tara o defecto imputable al desarrollo, la
crianza o la genética. No es que estos factores sean despreciables,
pero ponerlos al margen del análisis permite construir enfoques
centrados en la subjetividad (no en la personalidad) y en las
prácticas sociales que la sostienen. Pero, ¿a qué se refiere
Lewkowicz con “lógica social en la que se constituyen las
subjetividades”? Lo que le interesa son las condiciones históricas
de posibilidad de la adicción como rasgo subjetivo, incluso como
subjetividad característica de nuestra época. Se trata, para
decirlo en términos más amplios, de la cultura: la más general red
de relaciones humanas que soporta toda posibilidad y toda
imposibilidad de manifestación subjetiva. Es ahí donde todo lo que
sucede puede suceder. Podemos vincularla también con la episteme
de Michel Foucault, en el sentido de ciertas condiciones históricas
determinadas6.
Por ejemplo, las palabras con las que está conformado el universo
waxárika, diferente en algunos puntos del universo occidental
posmoderno.
Volvamos a los discursos que
pugnan por la prohibición o la liberalización de las drogas. En sus
extremos más débiles, aquellos que he intentado subrayar, ambas
posturas tienden a acentuar las características de la
sustancia-droga y a ignorar al sujeto de la experiencia7.
Ambos discursos, además, recurren frecuentemente a la ciencia y a la
religión para fortalecer sus argumentos. Esta combinación de
ciencia y religión me interesa porque la ciencia que parece
respaldar —desde una relación absoluta, lisa y transparente con la
verdad—, lo mismo a los prohibicionistas que a los liberalistas, se
parece a aquel Dios que invocaban antaño los ejércitos en ambos
lados del campo de batalla. En realidad los argumentos en ambos
flancos recuerdan, a veces hasta el punto de lo cómico, al
fundamentalismo religioso más propio de épocas precientíficas.
Parecería que la discusión gira alrededor de la secularización de
viejos problemas de dogma y moral, ora por la vía de la
medicalización, ora por la de la mistificación del sujeto en juego
en la experiencia del consumo y de la adicción. Volviendo a la
metáfora bélica, el campo de batalla, el
territorio en disputa, sigue siendo el mismo: la conciencia y el
cuerpo de los hombres, el control sobre la propia vida y la de los
otros. Esta es la “lógica social” de la que habla Lewkowicz, o
mejor, en plural: esta es la matriz de las lógicas sociales en las
que se constituyen las subjetividades posmodernas.
Para ser más
específicos, podemos decir que ahí donde se trataba de controlar
las conciencias, ahora se trata de controlar los cuerpos. Es el paso
de las sociedades de soberanía a las sociedades disciplinarias que
desarrolló Gilles Deleuze (siguiendo a M. Foucault)8.
Pensemos, por ejemplo, en los esfuerzos por producir vacunas contra
drogas como la cocaína o la heroína, que ya empiezan a dar sus
primeros frutos9.
Estas vacunas actúan a nivel cerebral, bloqueando los receptores
sensibles a las moléculas activas de determinada droga, lo que
quiere decir que efectivamente privan al cuerpo de las reacciones
químicas que producirían efectos psicológicos como el placer o la
calma percibidos al inyectarse heroína, o la desesperación y el
dolor que produce la abstinencia. El cuerpo vacunado sería entonces
inmune a los efectos químicos de esa sustancia; el sujeto enlazado a
ese cuerpo queda radicalmente excluido de la posibilidad de esas
experiencias. La vida es controlada mediante un corto-circuito
químico y desde fuera; no hay lugar para el sujeto de la
experiencia.
Una de las características
centrales de las sociedades de soberanía era la trascendencia de la
fuerza de la ley; el soberano sostenía su poder sobre tierra y
súbditos gracias a la relación con un poder divino. Pensemos en las
poderosas clases sacerdotales en las culturas mesoamericanas, los
faraones o los grandes monarcas en Asia, el Medio Oriente y Europa
desde la antigüedad hasta las revoluciones del siglo XVIII. Durante
todos esos siglos, el poder se ejercía directamente sobre las
conciencias, sobre el alma de los hombres; podemos incluso sugerir
que riqueza y poder de una institución se medían en el número de
almas sobre las que tenía influjo. Las guerras justificaban el
cambio de tierras y riquezas mediante el dominio (conversión,
salvación) de súbditos que contaban como conciencias antes que como
cuerpos (aunque eran bien necesarios esos cuerpos para labrar la
tierra o hacer la guerra). Los discursos ideológicos característicos
de estas formas de organización social son bien conocidos por
separar al humano en dos sustancias: una baja y condenable, el
cuerpo; y una valiosa y cultivable, el alma. Esta forma de poder, el
de la soberanía, llega a su fin con las revoluciones burguesas
europeas que comienzan en el siglo XVIII, encuentran cúspide en la
Revolución Francesa de 1789 y la extraordinariamente simbólica
decapitación de un rey llamado Su Cristianísima Majestad, y
culminan con la promulgación del Código Civil de los Franceses en
180410.
Estas revoluciones introdujeron por primera vez la igualdad de todos
los hombres ante la ley; la ley es el parámetro de referencia para
el ciudadano moderno. A partir de entonces es la disciplina la que
determina la relación de los hombres con el poder, lo que quiere
decir que el cuerpo reemplaza al alma como la superficie de encuentro
(más o menos violento) del sujeto con el poder. En este nuevo
arreglo es el Estado el que sostiene la ley; no se trata ya de un
Dios que dicta supremos códigos de conducta a través de un monarca
o sacerdote elegido “desde arriba”, sino del Pueblo y sus
representantes, gobernantes elegidos democráticamente, “desde
abajo”, de donde emana un nuevo poder, racional y científico.
Así nace la modernidad, y con ella, el proyecto europeo de la
Ilustración, la apuesta por una humanidad que había alcanzado la
mayoría de edad, que no necesitaría más la
tutoría de Dios ni de su iglesia. Parecía garantizado que la
razón, la voluntad y la ciencia llevarían al hombre a un futuro
dorado de prosperidad, paz y hermandad. El Estado Nación reemplaza a
la Iglesia como la institución que determina la lógica social. Las
sociedades disciplinarias o de vigilancia fueron caracterizadas de
manera célebre por Foucault por la sucesión de espacios de
reclusión, educativos o formativos, que dotan de consistencia
identitaria al sujeto: la familia, la escuela, el cuartel, la
fábrica, la cárcel, el manicomio11.
A partir de estos desarrollos, Deleuze propone un tercer tipo de
sociedades, llamadas por él sociedades de
control12;
en ellas el Estado habría sufrido el mismo destino que el Dios que
le precedió, para ser sustituido por el Capital o el Mercado, nuevos
garantes de una nueva ley. Más adelante regresaré
a este tercer tipo de sociedad —la nuestra—, sus particularidades
y su importancia en el asunto de las drogas y las adicciones. Antes
de volver de lleno a nuestro tema, quisiera recordar que las formas
antiguas de poder sobreviven siempre a sus certificados de defunción:
aún hoy día el acéfalo poder de los mercados convive —bien o
mal— con monarcas, dictadores militares, representantes populares,
presidentes y pontífices.
Cada cultura, con sus coordenadas
sociales y económicas, determina lo que podríamos llamar una
convocatoria subjetiva. Los cambios en la organización del poder
producen transformaciones históricas del sujeto social y los
vínculos que establece con sus congéneres. Este
entramado de prácticas, que determina históricamente
lo que he llamado la matriz de las lógicas sociales, genera y es
sostenido por discursos que capturan el devenir de los hombres que
nacen y mueren bajo su dominio. Son las condiciones de posibilidad de
toda subjetividad; las coordenadas de existencia de los hombres y
mujeres que habitan y dan vida a estos sistemas de organización
social. Al revisar las modalidades del ejercicio del poder y el
dominio entre los seres humanos, sus particularidades históricas y
sus consecuencias, es fácil condenarlas a todas como alienantes y
abusivas, fascistas incluso; y no estaremos errados al hacerlo, pues
es absolutamente cierto que toda forma de poder parte de un
movimiento de inclusión/exclusión (lo que es aceptable y lo que
debe ser erradicado), e implica necesariamente la abdicación por
parte de cada sujeto a cierto monto de soberanía
o dominio sobre sí mismo, monto que es transferido a los
representantes de la ley o la autoridad, cualquiera que sea su forma,
en nombre del pacto social, de la cohesión del grupo y el bien de
todos en detrimento del bienestar del individuo. Es uno de los temas
centrales del trabajo de Sigmund Freud a lo largo de toda su obra: la
renuncia a la satisfacción pulsional en aras del cumplimiento de una
ley, impuesta para todos los miembros de una comunidad, y que
garantiza la sobrevivencia de la cultura y, en mayor escala, de la
especie. El vínculo social implica, antes que nada y sobre todo,
para cada sujeto, un cierto monto de renuncia inevitable a la
satisfacción. La normalización de la vida opera mediante la
prohibición del acceso de parte del sujeto a ciertos objetos o
formas de satisfacción, y eso es el fundamento y condición de la
cultura o la civilización. O sea que ese estado de alienación es
ineludible para los humanos; las instituciones más diversas pujan
siempre por el mantenimiento y la conservación de uno u otro modo de
dominio, partiendo siempre de la certeza de que ese modo particular
es el mejor frente a cualquier otra posibilidad, incluso hasta el
punto de que las alternativas son percibidas como amenazas cuya
simple existencia podría acarrear catástrofes
de orden apocalíptico. La conservación
del status quo, mediante la transmisión de valores,
tradiciones y rituales que mantienen el tejido social que sostiene al
sujeto, es tarea de los padres y sus extensiones o subrogados; en los
modelos tradicionales se trata de la escuela, la iglesia, el
ejército, etc.; en la actualidad se han sumado los medios de
comunicación masiva: periódicos y revistas, radio, televisión,
cine, videojuegos y, con increíble fuerza, el internet. Por ahora lo
que me interesa tener en claro es que el vínculo social implica
necesariamente el ejercicio del poder y que la educación es la
formación de un sujeto desde fuera, el ejercicio de un dominio sobre
el sujeto que termina por dar forma a su cuerpo, su voluntad, su
deseo, su imaginación.
Es necesario que las prácticas
que determinan cualquier forma de organización sean soportadas
ideológicamente por un discurso, una justificación, un conjunto de
“razones” más o menos coherentes, más
o menos absurdas, de por qué algo es incluido y algo es
excluido y condenado. Para las personas que viven dentro de ese
discurso no hay nada más razonable y natural que esas
determinaciones. En ese sentido, toda discursividad funciona como un
plano, una superficie con una cara visible y un reverso
impresentable, repulsivo; todo discurso de la conciencia y la
identidad individual y colectiva, toda justificación del poder, toda
intencionalidad política tiene un reverso que pretende mantener
oculto para sí mismo pero que se muestra, que insiste en aparecer y
hacerse escuchar. Los agujeros que permiten el paso de la oscuridad a
la visibilidad, del silencio al reclamo, pueden entenderse como
síntomas, como anomalías que el sistema
busca expulsar, normalizar, eliminar o ignorar, pero que constituyen
parte fundamental del sistema. Así, por ejemplo, en las décadas que
vieron el final del siglo XIX y el comienzo del XX, Sigmund Freud
puso en el centro de sus investigaciones precisamente a fenómenos
anómalos, hombres y mujeres cuyos cuerpos y almas enfermaban
inexplicablemente. Histéricos, paranoicos, homosexuales: aquellos
cuyo paso por la serie familia - escuela - fábrica - cuartel no
rendía los frutos esperados. Esa renuncia pulsional que enfermaba a
los pacientes de Freud también cambia de un tipo de sociedad a otro,
y con ella cambian a su vez las manifestaciones de lo que he llamado
el reverso de la discursividad o la cultura, y que insiste en hacerse
escuchar.
La aparición más
o menos violenta de síntomas repulsivos, y también la forma
en que una sociedad se las arregla para hacerles frente pueden
decirnos mucho sobre la época, sus discursos, sueños y fantasmas.
No sólo eso: prestar atención a esos
síntomas, reconocer a las personas detrás de ellos, escuchar sus
voces y sus historias tiene una dimensión subversiva. La histeria,
la homosexualidad, la paranoia, resultaron un poderoso negativo del
discurso hegemónico de la Europa moderna, algo así como un grito de
protesta y resistencia pulsional e inconsciente: “no
seré lo que dices que debo ser; no me quedaré callado...
incluso cuando yo mismo quisiera hacerlo”. Lo más importante en
esta paradójica frase es el yo, asiento de la contradicción que
habita al síntoma. Para Jacques Lacan el yo es una instancia de
desconocimiento, mientras que el síntoma, extraño y repulsivo para
el yo, es lo más singular que tiene el sujeto, lo que lo opone al
discurso y su normalidad. Los agujeros del discurso abren la
posibilidad de hacer explotar las prácticas que pretende sostener.
Así, la figura del adicto, si la tomamos como uno de los
equivalentes contemporáneos de esas formas sintomáticas anteriores,
puede decirnos alguna cosa acerca de nuestra época, de la
configuración de nuestra cultura.
No está
de más aclarar que me propongo, entonces, una aproximación a la
figura del adicto como síntoma cultural, en relación con las
sustancias clasificadas como drogas, pero no al uso de drogas
(legales e ilegales), que precede históricamente a cualquier idea de
adicción, y que constituye un fenómeno muchísimo
más amplio.
II. De la adicción a la angustia
Vivimos en una época muy
contemporánea…
El Mendieta (Fontanarrosa)
Podemos ahora regresar a nuestro
tema ahí donde habíamos encontrado a Ignacio Lewkowicz: ¿Qué
quiere decir que la subjetividad adictiva sea una manifestación
específica, particular y omnipresente de la lógica social imperante
en la actualidad? ¿Qué características de nuestra época entran en
juego en la producción de la adicción como rasgo subjetivo?
Las particularidades de nuestra
condición histórica y cultural han sido
descritas desde un buen número de puntos de partida: la primacía de
la ciencia y la tecnología que produce; el cinismo como marca
distintiva de la ideología y las conductas de ciudadanos y
gobernantes; la imagen y el espectáculo como fundamentos del vínculo
social; la globalización y sus efectos en las viejas potencias
nacionales y sus satélites subordinados; el desmontaje de la firma
manufacturera como motor económico de los países llamados
desarrollados, etc. Los escritos de Lewkowicz se insertan en esta
serie a partir de lo que él ha llamado historia de la subjetividad.
Su propuesta parte del análisis de una de las principales mutaciones
en el paso de las sociedades disciplinarias a las sociedades de
control, esto es: la caída del Estado nación como referencia de
subjetivación en favor de los mercados. Los procesos disciplinarios
de educación propios del Estado nación apuntaban a la formación de
ciudadanos cuyas principales características eran la libertad y la
conciencia: nacionalidad, libertad y conciencia son los pilares del
ciudadano moderno, heredero de las revoluciones burguesas y sostén
del capitalismo clásico. Se trata de un individuo que nace y crece
bajo la bandera de un Estado que le otorga consistencia a través de
una identidad, una historia e incluso una misión (era perfectamente
normal, deseable incluso, ir a la guerra y morir por la Patria, como
antes lo había sido morir o matar en nombre de Dios). El Estado
moderno contaba entre sus obligaciones el producir, sostener y
vigilar estas instituciones de socialización y formación. En sus
encarnaciones clásicas (un puñado de países
europeos) las instituciones educativas, hospitalarias, carcelarias,
etc., eran propiedad del Estado, aunque poco a poco, y como parte de
la crisis institucional generalizada, que Deleuze identificó como
señal del inevitable paso a un nuevo modelo de dominio13,
el Estado fue cediendo el control de esos espacios a empresas
privadas, y en muy poco tiempo —apenas algunas décadas—
los procesos de subjetivación quedaron definitivamente ligados a las
necesidades operativas de los mercados. Aunque Foucault y Deleuze
concentraron sus análisis en los países europeos que conformaron el
núcleo de Occidente del siglo XVIII en adelante, para la segunda
mitad del siglo XX los efectos de estos cambios se comenzaban a
sentir en todo el mundo. Podemos pensar, para poner un ejemplo, en
las políticas educativas que se impulsan actualmente desde la OCDE,
centradas en el concepto de “competencia” y en la preparación
para el trabajo14.
Hay un cambio fundamental en los objetivos que se plantea la
educación; el acento no está ya en la formación de ciudadanos
conscientes y bien educados, sino en la capacitación para integrarse
eficientemente en los procesos de producción. En Europa, el llamado
“Proceso de Bolonia” ha transformado radicalmente la relación
del Estado con la universidad pública15;
en México estas políticas
encararon concretamente en la Reforma Integral de la Educación Media
Superior de 2008, fuertemente criticada por descuidar elementos
nucleares de la educación moderna: la reforma contemplaba la
eliminación de las materias de filosofía, ética, lógica y
estética de los planes de estudio.
La posmodernidad es la época en
que los mercados, y no el Estado, imponen el ritmo y la naturaleza de
las prácticas de constitución subjetiva, y la subjetividad
instituida por esas prácticas está
determinada por el consumo, que poco a poco se ha convertido en la
función principal del sujeto. El malestar para el sujeto moderno —el
ciudadano libre y consciente— aparece precisamente como desórdenes
de la conciencia (de ahí la importancia de los desarrollos teóricos
de Freud y sus seguidores), y esos síntomas son recapturados por el
sistema bajo el amplio y ominoso manto de la locura, que puede llevar
a la pérdida de la libertad y del resto de los derechos que
constituían la esencia del ciudadano ante el Estado y sus pares. La
sintomatología de la subjetividad posmoderna, en cambio, aparece
como desórdenes del consumo y de la imagen. Lewkowicz discute de
forma amplia y precisa la importancia de la imagen para la lógica
del consumo. Resumo brevemente sus argumentos: los objetos de consumo
funcionan en tanto construyen una imagen que el sujeto muestra para
que otro la sancione, siempre según el vertiginoso ritmo de la moda,
que un día encumbra un objeto como indispensable, y al siguiente le
quita todo valor16.
Pero la cultura no sólo impone
formas particulares de malestar a los sujetos; también es el
reservorio de los recursos con los que el sujeto cuenta para
enfrentar ese malestar. Es lo que se entiende por la caracterización
lacaniana del gran Otro como tesoro de los significantes. Tesoro que
se ofrece a los vivientes desde un sistema social que los cobija y
educa o moldea. Para cada sistema sociocultural, un determinado
conjunto finito de significantes; para cada sistema, según sus
necesidades o su programa, esos significantes serán tramados,
tejidos, para producir las prácticas específicas que conformen la
lógica social en la que nacen y crecen sus súbditos. Por eso
caractericé la cultura como la matriz de las lógicas sociales en
las que se constituyen las subjetividades. Los cambios históricos
que he analizado implican transformaciones importantes en la
organización y disposición de este reservorio de significantes, en
la forma en la que los sujetos son absorbidos por los discursos que
los significantes organizan, y en la forma en la que los sujetos
pueden disponer de los recursos simbólicos que esos discursos
contienen. Mientras que en el pasado existía una institución
rectora, una columna vertebral que irradiaba legitimidad y coherencia
al resto de las instituciones, en la actualidad cada campo
institucional produce y organiza sus propias prácticas y discursos
con cierta independencia.
Aunque pueda resultarnos
paradójico, la misma cultura que produce el sufrimiento ofrece al
sujeto los medios para enfrentarlo. En El malestar en la cultura,
de 1930, Sigmund Freud afirma que los sacrificios pulsionales que
implica el desarrollo de la civilización han vuelto la vida
extraordinariamente severa, pero también que la miseria de la
cotidianidad sería insoportable sin los recursos que la cultura
misma ofrece: “La vida, como nos es impuesta, resulta gravosa […].
Para soportarla no podemos prescindir de calmantes (‘Eso no anda
sin construcciones auxiliares’, nos ha
dicho Theodor Fontane)”17.
A continuación Freud describe cómo estos
recursos materializan en distintas formas o técnicas que
constituyen, según sus propias palabras, “el arte de vivir”.
Todo el segundo capítulo de ese bello texto freudiano es un catálogo
de técnicas para procurar el bienestar o evitar el dolor. No
pretende ser exhaustivo, pero sí crítico, devastador incluso. Una a
una, se enumeran las debilidades y fallas de las técnicas que el
hombre ha ideado para aminorar las miserias que vienen de vivir en
sociedad. La conclusión es lapidaria: conseguir la ausencia de
sufrimiento es imposible.
Es curioso que Freud llame
‘calmantes’ a todos esos intentos
humanos por aminorar el dolor de vivir —curioso al menos para
nosotros, lectores del siglo XXI, que por ‘calmante’
entendemos inmediatamente una droga: un ansiolítico o un
sedante, un narcótico que trae el sopor a quien ya no soporta la
realidad. Incluso el Diccionario de la Lengua Española de la
RAE recoge como segunda acepción de ‘calmante’:
“Dicho de un medicamento: que tiene efecto narcótico o que
disminuye o hace desaparecer un dolor u otro síntoma
molesto”18.
En ese mismo texto Freud habla de las drogas o quitapenas, como
también las llama; es el tercer gran conjunto en su listado de
técnicas o construcciones auxiliares, el
de las sustancias embriagadoras. Aunque termina por afirmar que las
drogas pueden ser peligrosas y dañinas —y por tanto no podemos
esperar encontrar, tampoco en ellas, una solución plena y
definitiva—, sostiene que lo son precisamente por su gran eficacia.
Advierte de hecho que “los métodos más
interesantes de precaver el sufrimiento son los que procuran influir
sobre el propio organismo. […] El método más
tosco, pero también el más eficaz, para obtener ese influjo es el
químico: la intoxicación”. Y poco más
adelante: “Bien se sabe que con ayuda de los ‘quitapenas’
es posible sustraerse en cualquier momento de la presión de
la realidad y refugiarse en un mundo propio, que ofrece mejores
condiciones”19.
Me detengo en la forma en que Freud habla de intoxicación: como
vemos, afirma que es un medio burdo pero sumamente eficiente, razón
por la cual no sólo algunos individuos sino incluso grupos sociales
enteros le dedican grandes cantidades de tiempo y energía. Dado el
esfuerzo que se requiere para conseguir la embriaguez,
comparativamente menor respecto de otras técnicas
más demandantes, el alivio que de ella se obtiene
difícilmente encuentra parangón. Sin embargo, Freud no utiliza ni
una vez la palabra ‘adicción’,
pues su crítica apunta a otro punto del
espectro que es la experiencia del uso de drogas. Cuando dice que los
fármacos nos permiten escapar de la realidad, Freud piensa que lo
hacen ofreciéndonos un camino de retirada a un mundo propio. Surge
necesariamente una pregunta: ¿es la función de la adicción la
misma que Freud señala para la intoxicación: una retirada hacia el
interior del sujeto? Y si no es así ¿cuál es la diferencia entre
intoxicación y adicción respecto de esa huída de las presiones que
la vida nos impone?
Aunque coincido con Lewkowicz,
para quien “la drogadependencia se tiene que concebir como forma
específica de una modalidad adictiva general”20,
no puedo pasar por alto que desde las primeras décadas del siglo XX,
mientras Occidente preparaba su desquiciada ofensiva contra las
drogas, Freud vislumbrara ya la importancia que jugarían en los años
por venir. Precisamente porque actúan directamente sobre el
cuerpo, los fármacos parecen superar en eficacia a cualquier otra
técnica que el hombre haya desarrollado para aminorar el dolor
psíquico. Mi opinión es que embriaguez y
adicción son dos mecanismos distintos, dos acciones humanas que
apuntan hacia formas diferentes de hacer frente al malestar; dos
maneras de hacerse cargo (o no) de
las dificultades que implica la experiencia. En El
spleen de París, publicado de manera póstuma en
1869, Charles Baudelaire ofrece un canto de batalla para el hombre
moderno, agobiado por una muy particular forma del malestar, el
aburrimiento: “¡Embriagaos! […] ¡Para no ser los martirizados
esclavos del tiempo, embriagaos sin cesar! Con vino, poesía
o virtud”21.
Ese pequeño poema, marcado con el número 33 en la colección,
también llamada Pequeños poemas en prosa, sugiere una clara
diferencia entre embriaguez y adicción. La primera es una entre
otras maneras de enfrentar el sufrimiento, tan antigua como el
hombre, tildada por Freud como “la más interesante” y ensalzada
por Baudelaire como punto de partida para una ética.
La adicción, en cambio, es un intento de anular, más que
manejar, el dolor. La intoxicación en la que piensa Freud puede ser
la ingesta tradicional ritual de alguna sustancia o la simple y llana
borrachera, pero siempre es distinta de la adicción, que es más
bien una modalidad específica de consumo. Lo que ha llevado a la
drogadependencia o toxicomanía —la forma específica de adicción
a una o varias drogas— a ocupar un lugar tan importante entre las
preocupaciones sociales contemporáneas es, más que la eficacia
calmante de los fármacos, la opción por un cierto tipo de narcosis
de parte del sujeto posmoderno. Debe haber algo entonces en esta
época, algo en nuestra forma de ser, de relacionarnos, de organizar
la sociedad, algo que hace posible y necesaria esa opción por el
entumecimiento, aparente punto máximo de la calma que siempre hemos
buscado, y diametralmente opuesto al llamado a la acción
de Baudelaire.
Regresemos una vez más a la
frase de Freud, en específico a la cita que toma de Theodor Fontane,
pues ahí hay una pista más para avanzar: “Eso
no anda sin construcciones auxiliares”. ¿Por qué
hace Freud esa cita, por qué agrega ese paréntesis? No resultó
suficiente decir que las técnicas que va a poner a juicio son
calmantes, que su principal característica es traer calma; sintió
además la necesidad de llamarlas “construcciones auxiliares”. El
mismo Freud reconoce que llamarlas así hace énfasis en otra de las
técnicas analizadas por él. De hecho, la
que califica como la mejor y más adecuada: el dominio de la
naturaleza, su sometimiento a la voluntad del hombre para beneficio
de la gran comunidad humana. La religión, desde su nacimiento
animista, marca la situación de radical desamparo en que se
encuentra el hombre frente a las descomunales fuerzas de la
naturaleza; la ciencia es el esfuerzo del intelecto humano por
revertir esa ecuación. La modernidad vio un ascenso sin precedentes
en los avances de la ciencia y su producción
tecnológica. Es a ese esfuerzo de dominio al que se refiere
Freud22.
¿Cómo no pensar en todos los aparatos, sencillos y complejos que
hemos construido y que extienden el alcance de nuestra voluntad y
nuestro cuerpo? Desde el arado hasta el smart
phone, la historia de la humanidad puede hacerse en el
recorrido por nuestros dispositivos tecnológicos. Y estas
construcciones auxiliares de T. Fontane ¿podemos compararlas también
con muletas o prótesis? Finalmente, aunque no estemos amputados,
aunque no hayamos perdido una facultad o un órgano específicos, los
seres humanos nos encontramos siempre en falta, en desventaja frente
a la desmedida furia de la naturaleza, frente a las exigencias más
básicas y elementales de la vida. Si algo queda claro en ese segundo
capítulo de El malestar en la cultura
es que necesitamos todo el auxilio del mundo, y que nunca jamás
será suficiente. A grado tal que “eso
no anda” sin ayuda de las extensiones ortopédicas
que nos hemos fabricado23.
Nos sentimos desnudos sin la armadura tecnológica que nos recubre en
todo momento; tal vez no sea disparatado afirmar que el hombre deja
de ser hombre si pierde sus construcciones auxiliares. Todos nuestros
instrumentos, nuestros aparatitos —sustancias que hemos tomado del
mundo y transformado— están ahí para hacernos la vida más fácil
y llevadera… ¿cierto?
III. Alienación y angustia en
Ser y tiempo de Martin Heidegger
Era como si incluso la avidez estuviera en él ligada a los músculos, y el hambre también inarticulada, sin saber ella misma que era hambre.
William Faulkner, El ruido y la furia
Hay otro elemento de la frase de Freud en el que quisiera detenerme: “la vida, como nos es impuesta, resulta gravosa”. ¿Cómo impuesta? Bueno, podemos ir a otro texto, publicado apenas dos años antes de que Freud redactara El malestar en la cultura, a pocos kilómetros de Viena: en 1927 Martin Heidegger, treinta y tres años más joven que el ya consagrado padre del psicoanálisis, publicaba la primera parte de su magno proyecto, Ser y tiempo24. La segunda parte nunca fue escrita, pero con lo que tenemos hay material de sobra para pensar el tumultuoso siglo XX. Para el análisis fenomenológico de Heidegger, el hombre se encuentra a sí mismo como arrojado en el mundo; es un estado de abandono, de fragilidad sorpresiva que revela al sujeto como carga, en el sentido de algo que hay que cargar, de lo que hay que hacerse cargo. Quizás la imposición freudiana y la carga heideggeriana sean cosas parecidas.
¿Y todo esto qué tiene que ver
con drogas y adicción? Es que otro modo de estudiar el malestar
humano, mirándolo desde su origen, destilándolo hasta su estado más
puro, es el que se concentra por comprender la angustia. Freud se
interesa mucho por la angustia; está presente desde el comienzo
hasta el final de su obra, y es un eje elemental en sus
consideraciones psicopatológicas. Para Heidegger también es
importante, pues es el fundamento de todo conocimiento posible para
el hombre. Cualquier conocimiento que el hombre pueda conseguir sobre
sí mismo y el mundo que habita parte de la angustia. El Dasein
heideggeriano se conoce y reconoce a sí mismo como carga a partir de
sus afectos, de su estado de ánimo o disposición
afectiva. Esa sensación de sí
mismo, tan valiosa para Heidegger, tiene su núcleo en la angustia. Y
nada más importante para comprender la adicción que la angustia;
es, de hecho, uno de los centros de gravedad que organizan la
posmodernidad.
El economista francés Daniel
Cohen25
observa que los drásticos cambios registrados en la sociedad a nivel
mundial tienen un efecto específico sobre el sujeto, que pueden ser
leídos a partir de los tres registros del nudo borromeo de Jacques
Lacan. Concretamente, podemos hablar de una pauperización de lo
simbólico, que deja al sujeto desprotegido entre lo crudo de lo real
y lo evanescente de lo imaginario. También Massimo Recalcati habla
del debilitamiento de los recursos simbólicos con los que cuenta el
sujeto. Para este psicoanalista italiano, el empobrecimiento
simbólico es la clave para comprender lo que él llama “síntomas
contemporáneos”, conjunto o serie compuesta por la
anorexia, la bulimia, la depresión, los ataques de pánico y —por
supuesto— la adicción26.
Lo que me interesa, y sobre lo que quiero concentrar mi atención,
son las consecuencias que ésta pérdida de
recursos simbólicos tiene en la forma en que el sujeto de la
hipermodernidad enfrenta y tramita la angustia. Tomemos la angustia
no como el dato médicopsiquiátrico que
hoy se confunde con la ansiedad o el estrés en los más
variados desórdenes de la salud mental, sino como el afecto
primordial en la experiencia humana. Como decía, para Heidegger la
angustia es el afecto que abre y revela al Dasein
para sí mismo. Al encontrarse angustiado, el Dasein
se retira de sí mismo hacia el mundo, se esquiva o se da la
espalda para refugiarse en una cotidianidad familiar en la que se
desconoce apacible y cómodamente. A partir de esa huída desde sí
mismo y hacia sí mismo, el Dasein
puede operar sobre su angustia en particular y sobre su disposición
afectiva en general. Este proceso puede ser representado como una
espiral en tres tiempos:
- El Dasein es angustia, y en esa angustia está abierto para sí mismo y para los otros. Esto quiere decir que en el estado de ánimo angustiado está la posibilidad del sujeto de encontrarse a sí mismo y encontrarse también con su mundo. Pero esa apertura no implica todavía conocimiento ni propiedad de sí; de hecho, la crudeza de esa apertura es lo que Heidegger caracteriza como un encontrarse arrojado en el mundo. Lo que angustia al Dasein es encontrarse abierto como posibilidad y como responsabilidad en ese estado de inmediatez frente al mundo. La angustia muestra al Dasein en “la libertad de escogerse y tomarse a sí mismo entre manos”27.
- Frente a esa apertura el Dasein se da la espalda, huye de sí mismo hacia la cotidiana familiaridad de lo público. Es un “estar en casa”; es la identidad pública y única —en tanto unaria, sólida— en la que el Dasein se desconoce a sí mismo y se presenta a los demás. Se trata de su identidad, pero recordemos que él también forma parte del público para el que monta esa cotidianidad como huida de sí mismo. Estamos en el terreno del yo de la identidad, el yo que Jacques Lacan describe como una instancia de desconocimiento y alienación imaginarias.
- Únicamente a partir de esta enajenación es que el Dasein puede volver sobre la angustia, encontrarse desazonado28, como fuera de casa. Es precisamente la familiar cotidianidad del desconocimiento de sí mismo lo que permite al Dasein reconocerse ahí donde se había perdido, pues la angustia aparece cuando algo interrumpe, más o menos violentamente, esa cotidianidad.
Podemos reconocer en esta espiral
de apertura-alienación-reconocimiento el proceso de formación
o subjetivación desde y en la cultura que he descrito
anteriormente. La cultura es el espacio de lo público, el espacio en
el que los hombres se encuentran en un simultáneo darse-la-espalda,
la plaza pública en la que las identidades se ofrecen. El Dasein
de Heidegger no es el sujeto del inconsciente de Lacan —aquél que
es representado por un significante para otro significante—, pero
se puede decir que este proceso se acompaña bien con la teoría de
Lacan, para quien es fundamental la alienación imaginaria y
simbólica que atraviesa el sujeto en su formación, que constituye
su yo y que lo sostiene a lo largo de una vida. Recorramos ahora ese
proceso tratando de seguir a Lacan desde lo que hemos encontrado en
Heidegger.
IV. “Y entonces cantó un
gallo”: El surgimiento de un sujeto desde la nada
Caía, caía, caía. ¿Es que nunca iba a dejar de caer? […] Y como no podía hacer nada más que caer, Alicia se puso a hablar de nuevo.
Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas
Tomemos un ejemplo para comprender la importancia de lo simbólico en el momento mismo en que un sujeto puede surgir del encuentro de un cuerpo y el lenguaje. Se trata de un recuerdo infantil de Julio Cortázar, presentado por Néstor Braunstein29. No es cualquier recuerdo infantil, sino nada menos que el primer y más antiguo recuerdo de Cortázar. Es posible decir incluso que es el momento en que nace toda posibilidad de recuerdo para el escritor argentino:
Me hacían dormir
solo en una habitación con un ventanal desmesurado a los pies de la
cama… de la nada… emerge un despertar al alba, veo la ventana
gris como una presencia desoladora, un tema de llanto… rectángulo
grisáceo de la nada para unos ojos que se abrían
al vacío, que resbalaban infinitamente en una visión sin
asidero, un niño de espaldas frente al cielo desnudo.
Y entonces cantó un
gallo. Si hay recuerdo es por eso, pero no había noción de gallo,
no había nomenclatura tranquilizante, cómo
saber que eso era un gallo, ese horrendo trizarse del silencio en mil
pedazos, ese desgarramiento del espacio que precipitaba sobre mí sus
vidrios rechinantes, su primer y más terrible
roc.
Mi madre recuerda
que grité, que se levantaron y vinieron, que llevó horas hacerme
dormir, que mi tentativa de comprender dio solamente eso: el canto de
un gallo bajo la ventana, algo simple y casi ridículo que me fue
explicado con palabras que suavemente iban destruyendo la inmensa
máquina del espanto: un gallo, su canto previo al sol, cocoricó,
duérmase mi niño, duérmase mi bien. 30
El análisis de este pasaje le
permite a Braunstein mostrar el funcionamiento del lenguaje como
buffer o colchón
de amortiguación entre el sujeto y lo real con particular claridad
porque se trata de un momento inaugural. Pero empecemos desde el
principio, o sea desde la nada: ese infinito gris de la ventana al
amanecer; también los ojos del infante, que no pueden encontrar
bordes para asir el mundo en sus fragmentos (esto es una cuna,
aquello una ventana, tú eres un bebé). El ser del infante es
continuación del mismo real siniestro e innombrable en el que se
encuentra sumergido31.
Heidegger insiste precisamente en la indeterminación fundamental de
la causa de la angustia. En una conferencia que ofreció poco después
de la publicación de Ser y tiempo,
titulada “¿Qué es metafísica?”32,
retoma la angustia como un indicador, como el afecto que señala una
especie de ombligo del ser, primigenio punto ciego que une al sujeto
con el vacío del que ha surgido y al que se enfrenta. El miedo y sus
múltiples variantes, siempre distintos de
la angustia, responden a la presencia concreta o imaginada de un
objeto amenazante, y quien tiene miedo trata de neutralizar el
peligro escapando o destruyendo ese objeto. La angustia, por el
contrario, carece de un objeto específico que la cause; es por eso
que nos hace huir hacia los objetos del mundo, nos lleva a
internarnos más y más en el mundo cotidiano. La angustia es el
afecto que coloca al hombre inmediatamente ante la nada misma33.
Sin palabras que separen entre sí
las cosas, que las hagan surgir y diferenciarse, la escena primigenia
del relato está marcada por una nada lisa e indistinta. De pronto
hay algo que la interrumpe, la rasga violentamente. No es el amanecer
lo que horroriza al bebé que acababa de despertar, sino el canto del
gallo; ese es el acontecimiento que desgarra el mundo y abre una
fractura en lo que, hasta ese momento, era nada. Es más: hasta ese
momento, para el pequeño que yace en su cuna, no había todavía
mundo. No olvidemos que estamos ante un momento privilegiado: el
origen de un sujeto; el surgimiento de la angustia, aunque en
realidad aun no puede ser llamada así. Nada puede ser nombrado
porque no hay nombres para la nada. Apenas las metáforas
de Cortázar hacen justicia a ese momento aterrador en que la
nada se abre en una rajadura, como una tela que se rasga. Esa
apertura inaugural es teorizada por Jacques Lacan como hiancia,
ni más ni menos que el punto de encuentro entre el sujeto y un real
indeterminado34.
Punto de (no)sutura que se encuentra en el origen del inconsciente y,
por ende, del sujeto que interesa al psicoanálisis. Más que en una
puntada del tejido, cuando digo ‘punto’ estoy
pensando en la singularidad en el origen un agujero negro, lo
no-tejido que deforma el espacio y el tiempo a su alrededor.
Ausencia, verdadera no-existencia que sólo podemos suponer por las
huellas que deja en lo existente. Imaginemos la herida que debe
atender el médico rural de Kafka, esa “flor abierta” en el
costado del paciente de la que sólo se sabe por los bordes, por los
gusanos de cabezas blancas e innumerables patitas que acusan la
mortal tajada (que, por otro lado, no le resta salud al enfermo). La
experiencia es un tejido vivo —texto, piel— que comienza a
existir a partir de esa palpitante oquedad que pide ser llenada, ¿con
qué? con las palabras que la madre de Cortázar acerca al bebé que
chilla: ‘canto’, ‘gallo’,
‘cocoricó’,
‘mi niño’, ‘mi
bien’. El esfuerzo que debe realizar el infante para salir
de esa nada implica su alienación, pues requiere la entrada a un
mundo de lenguaje que le precede, que ya estaba ahí y que le viene
desde sus padres. En este primer momento, el sujeto queda
necesariamente en condición de pasividad frente al acontecimiento
angustiante y frente al mundo de lenguaje que le permite encararlo.
El otro, en este caso la madre, ofrece una nomenclatura, un mundo de
significantes al que el infante puede integrarse (y entregarse) para
enfrentar la angustia. La madre incluso ofrece la posibilidad de la
onomatopeya: el cocoricó que le da chance a cualquier niño de
volverse gallo, de jugar a ser aquello que en otro momento parecía
monstruoso. De ahí la importancia del juego y la imitación,
que le permiten al niño aliviar la angustia al tiempo que
aprende a servirse de los significantes.
Entonces: la angustia es el
afecto que indica que el sujeto se encuentra, sin más, frente a esa
apertura que es él, la falta en su centro y origen. Al hacerlo,
empuja al sujeto hacia el mundo cotidiano del desconocimiento, pero
le otorga simultáneamente los recursos que necesita para volver
sobre esa apertura. El terror es calmado por la intervención de la
madre y el bebé puede, finalmente, volver a dormir. La nomenclatura
que le viene a Cortázar con las caricias y cuidados maternos bien
puede ser incluida entre los calmantes de los que hablaba Freud. La
palabra es, de hecho, la primera y más fundamental de las
construcciones auxiliares. Los significantes son los building
blocks de cualquier arte de vivir, de cualquier técnica
para aminorar el malestar humano. El lenguaje que nos envuelve es la
primera capa de nuestra armadura tecnológica. Es nuestra piel,
umbral donde lo natural se funde con lo artificial, lo psíquico
con lo somático, el acontecimiento con la experiencia. Punto
de contacto entre el sujeto y el mundo. Hemos vuelto finalmente a
nuestro punto de partida: el Otro, el tesoro de los significantes,
ofrece palabras a un bebé que grita y pide auxilio; con tiempo y
esfuerzo el pequeño podrá, ahora sí, decir: “me angustio”,
“temo a los gallos”, “la vida se me impone como gravosa”.
Este es el segundo de los tres momentos que describí a partir de
Heidegger: al escapar hacia el mundo, el sujeto se aliena, queda
necesariamente enajenado, se desconoce de raíz. Pero la red que
captura al sujeto es también la que lo salva en su caída. Aquí
encontramos una nueva coincidencia entre Lacan y Heidegger. El
primero advierte que el molinete de palabras, ese machacar de lo que
se dice cotidianamente, pleno de sentido para el yo y sus semejantes,
pero sin ninguna importancia para el sujeto, está conformado por
palabras vacías (en oposición a una palabra plena, que desde el
mismo mundo del lenguaje, rompe el aturdimiento y abre la posibilidad
de reconocimiento para el sujeto)35.
Por su parte, Heidegger afirma que en la inmensa mayoría de nuestras
locuciones nos limitamos a repetir sencillamente lo que hemos
escuchado a otros. Es lo que él llama “habladuría” y es el
factor concreto que provoca el cierre del Dasein,
la obturación de sus posibilidades. Se trata de un estado de
continua caída, aunque Heidegger aclara que ni ‘habladuría’
ni ‘caída’ son
términos negativos o peyorativos. No es una caída desde un
estado anterior, más puro o superior en ningún sentido. Nada que
ver con un castigo por una falta cometida. Sería un error
interpretar la caída como consecuencia de un defecto que podrá ser
superado en un estado más avanzado del sujeto o de la cultura36.
Es más bien un estar-cayendo, encontrarse a sí mismo sin tierra
firme para asentar los pies, más parecido al momento en que Alicia
pierde el piso y cae por la madriguera del conejo hacia el País de
las Maravillas. Lo interesante es que esa caída es tranquilizante y
tentadora, pues ofrece al Dasein
autoseguridad, certeza y plenitud del mirarlo y explicarlo todo. Y
hay aún una nueva torsión a esta paradoja, pues esa tranquilidad
del desconocimiento no produce quietud sino el más frenético
ajetreo, una actividad voraz y más bien vacía
que lleva al yo de la razón, la voluntad y la comprensión a
adentrarse cada vez más en el laberinto de
la alienación. Ahora podemos pensar en el preocupado y atolondrado
conejo de Carroll: “¡Mis orejas, mis bigotes, qué tarde es!”.
Pero no nos pongamos tan
pesimistas, que habíamos quedado en que este cadente extravío es al
mismo tiempo la mejor posibilidad que tiene el Dasein
de enseñorarse de su disposición afectiva. Vamos una vez más
a la habitación donde el pequeño Cortazar ha dejado de llorar y,
poquito a poquito, se va quedando dormido, arrullado por la voz y los
brazos de su madre. Al intercambiar la pasividad frente a lo real por
la pasividad frente al lenguaje del otro que le precede, el pequeño
gana la posibilidad de tomar a su vez una posición activa frente a
la vida tal como le ha sido impuesta, aunque no sea más
que a través de un juego, de una imitación
o representación de aquel gallo, que así parece perder su
horripilante cualidad. Al aceptar la palabra ‘gallo’
y repetirla para nombrar aquel ruido, al animal que lo
profiere, comienza la alienación en los significantes de los padres.
Ese proceso culmina con la aceptación de llamarse a sí mismo
‘Julio’, significante privilegiado que
marca un lugar en el deseo de los padres para su niño, su bien. El
pequeño se apropia de ese nombre, lo hace suyo, se llama Julio, se
vuelve Julio. Sólo creyendo que es eso que sus padres aman y llaman
así, sólo aceptando que nació en un lugar que llaman “Bélgica”
y que forma parte un grupo de gente arbitrariamente definido que se
hace llamar a sí mismo “argentinos”
—un grupo con una cultura, unas prácticas y una época
determinadas— sólo así podrá
ese pequeño iniciar un camino en este mundo37.
Había planteado antes que la original apertura del Dasein
en la angustia no implica todavía conocimiento ni propiedad de sí;
es solamente a partir de la entrada en el mundo de lo simbólico que
surge la posibilidad y el deber de hacerse cargo de sí mismo. Es la
posibilidad que se abre hacia el tercer momento de nuestra espiral
heideggeriana: desde el discurso del otro, gracias a los recursos que
le ofrece la red del lenguaje, el sujeto puede retornar sobre sí
mismo y enfrentar la angustia. Parafraseando a Heidegger: sólo quien
ya comprende el discurso puede escuchar lo que se dice38.
V. El vertiginoso tiempo de la
posmodernidad
Come mothers and fathers
Throughout the land
And don't criticize
What you can't understand
Your sons and your daughters
Are beyond your command
Bob Dylan,
“The times they are a-changin’ ”
Por más que la entrada del
sujeto en el discurso lo coloca en una posición pasiva, él deberá
realizar un esfuerzo activo por “comprenderlo”. No se trata de
“entender lo que se dice” en el sentido de “saber lo que se
quiere decir”. Eso tiene que ver más bien con dominar al lenguaje,
y en realidad —Lacan insiste mucho en este punto— el sujeto es
hablado por el lenguaje. Esa radical pasividad respecto del discurso
se conserva en todo momento, aún cuando las apariencias puedan
hacernos pensar lo contrario. Se trata más bien de escucharse en lo
que se dice, en el sentido de descubrirse, encontrarse-Ahí. Así
entiendo el “comprender el discurso” de Heidegger, pues él mismo
plantea que se trata de hacerse cargo de sí mismo. Dar cuenta de la
propia vida es una responsabilidad y un esfuerzo que se despliegan a
lo largo del tiempo; es lo que Ignacio Lewkowicz trabaja como
“historización” 39.
Se trata de un entramado simbólico que siempre implica el lazo
social, pues si el primer recuerdo nace gracias al relato de otro que
estaba ahí para presenciarlo (la madre de Cortázar, en nuestro
ejemplo), en lo sucesivo el sujeto irá hilando experiencias,
tejiendo la historia de su vida, siempre en relación con los otros
que lo rodean. El proceso de historización implica entonces el
despliegue de los recursos simbólicos del sujeto a lo largo del
tiempo, coordenada fundamental del ser.
Habíamos dicho ya que en el paso
de las sociedades llamadas de encierro o disciplinarias a las
sociedades de control, el Estado ha dejado su lugar de referente a
los mercados, cuyo funcionamiento implica la fragmentación de los
espacios institucionales por los que discurre el sujeto. En una
conferencia de 1987, Gilles Deleuze anuncia la obsolescencia del
encierro: ya no es necesario que las personas acudan a la oficina a
trabajar, ni que los enfermos sean atendidos en el hospital40.
En cuanto a la fábrica, las condiciones que enfrentan ahora los
obreros nos obligan a preguntarnos si realmente son considerados
semejantes por el resto de sus congéneres; cada vez es más
frecuente escuchar de remotos y oscuros galpones que recuerdan más
al campo de concentración y exterminio que a las fábricas del
modelo industrial moderno41.
Lewkowicz afirma que esta fragmentación institucional tiene efectos
también en el tiempo, pues finalmente éste también es una creación
cultural y su consistencia depende de prácticas específicas
para cada época42.
El Estado moderno instituía un “tiempo
nacional” a partir de la idea de progreso, pilar ideológico y
político de la Ilustración. La serie de encierros que propuso
Foucault implica, precisamente, una progresión: de la familia a la
escuela, de la escuela a la universidad, la fábrica, la oficina o el
cuartel. En caso de desvío, el hospital o la prisión. Cada
instancia presupone el trabajo formativo de la anterior y despliega
las prácticas necesarias para entregar a la instancia siguiente un
resultado ya esperado. Es el modelo de la banda mecánica de
ensamblaje, condición de funcionamiento de la aceitada maquinaria
del capitalismo moderno. La promesa del Estado es la de la
trascendencia: con tal de que los ciudadanos se adhieran a una
identidad nacional y estén dispuestos a sufrir los sacrificios del
trabajo, la guerra, el ahorro, la democracia y la igualdad ante la
ley, asegurarán para su descendencia un futuro brillante (al menos
mejor que el del país vecino). Es la promesa siempre incumplida del
desarrollo nacional; el motor del febril y sacrificado trabajo del
obrero orgulloso; el combustible que impulsa la circulación de
mercancías. El tiempo moderno tiene un sentido, para cada ciudadano
hay una misión43.
En la posmodernidad ya no es
necesario que el tiempo tenga un sentido. Para la lógica del consumo
lo importante es el objeto que da consistencia únicamente a su
contexto situacional. Cada circunstancia convoca subjetividades según
necesidades o programas específicos y no necesariamente
articuladas entre sí. Sin la progresión que caracterizaba a los
dispositivos estatales modernos, es muy difícil para el sujeto
construir una identidad coherente a lo largo del tiempo. Los objetos
de consumo no necesitan hacer ninguna relación entre sí, no es
necesaria la historia de los objetos que un sujeto consume. De hecho,
lo mejor es que esa relación no exista, de manera que la pura
novedad sea suficiente para que el último objeto de la serie haga
caer al objeto anterior. Lewkowicz describe el tiempo de la
hipermodernidad como un “vértigo monótono”,
caracterizado por la constante sustitución de un instante por otro,
sin ningún lazo que establezca una duración a lo largo del tiempo.
Lo que ocurre alrededor de un objeto de consumo no tiene por qué
relacionarse con lo que ocurre en el instante que sigue, marcado por
la renovación imaginaria del sujeto gracias a la adquisición del
siguiente objeto. Así, el tiempo de la hipermodernidad es el tiempo
de una inmanencia fragmentaria, pues cada instancia implica las
prácticas específicas para producir el tipo de subjetividad que
necesita, sin presuponer ninguna operación previa ni tampoco una
demanda posterior a la que deba atender. La subjetividad
contemporánea no requiere un lenguaje común a las diferentes
situaciones por las que atraviesa, y en consecuencia no establece
relaciones de transferencia o de identidad entre ellas44.
Se puede ver que el desquiciamiento del tiempo moderno es una de las
causas del empobrecimiento simbólico, condición de posibilidad de
la subjetividad adictiva.
Esta vorágine
converge en la experiencia del sujeto como un tiempo dislocado,
similar al que aplasta con su maldición a Hamlet: “El tiempo está
fuera de quicio. ¡Oh suerte maldita, / haber nacido yo para
enderezarlo!”45.
Dije antes que el sujeto puede retornar sobre la angustia para
reconocerse en ella; aunque sería más exacto cambiar “puede”
por “debe”, pues la angustia no aparece a placer del sujeto, sino
lo contrario, es el displacer que hemos estudiado con Freud el que
acusa su ominosa presencia. Para Heidegger la angustia no tiene un
objeto determinado que la cause, sino que es la nada misma la que la
despierta en el interior del Dasein,
y esa nada irrumpe en el tiempo, es un quiebre en la sucesión
cronológica de los significantes, una fractura en la
historización subjetiva. Es por ello que decidí conservar la
traducción de José Eduardo
Rivera para unheimlich, el
terrible “estar fuera de casa”, ese sentirse sin hogar que
caracteriza el talante angustiado: estar “desazonado”, fuera de
tiempo46.
Esa interrupción de la cadena implica una imposibilidad para el
pensar: la angustia paraliza, despoja al Dasein
de su saber mundano y lo arroja de bruces hacia la radical apertura
que él es: potencia, libertad, responsabilidad inefables. Es sólo
en un momento siguiente, cuando el Dasein
regresa al mundo, que puede recuperar el lenguaje, la calma, la
razón, para dar cuenta de su angustia, reinsertarla en su
experiencia. Es cuando podemos reconocer que detrás de nuestra
angustia no había más que pura nada. En el tiempo de la
hipermodernidad es muy difícil que ese instante de comprender
ocurra, pues en realidad es muy difícil que un instante siga a otro,
en el sentido de que se concatenen lógicamente. La urgencia impuesta
por el ritmo de la moda implica un obstáculo constante a la
posibilidad de comprender. Pienso también en Gregorio Samsa, la
sabandija de La metamorfosis de Franz Kafka, que sufre la
misma suerte a partir de ese extraño despertar que trastoca el
tiempo para él y para toda su familia. No es culpa de Gregorio, pero
es en él en quien la desgracia encarna47,
y él es el único que puede regresar las cosas a la normalidad.
¿Cómo? Desapareciendo, como lo hace también Hamlet. Luego de la
muerte de Gregorio, los Samsa encuentran una radiante felicidad que
desconocían incluso cuando el hijo mayor trabajaba para pagar las
cuentas. Y aún más: luego de la desaparición del hijo-insecto, el
tiempo puede retornar a su cauce natural. Llega la hora de encontrar
un marido para la hermana de Gregorio, los Samsa van de paseo, el sol
ilumina el futuro de la antes desgraciada familia, todos sonríen,
olvidan el horrible y angustiante episodio de las últimas semanas.
Desde que Gregorio experimenta su desconcertante transformación, no
puede ya vincularse con sus semejantes. La metamorfosis puede
ser leído como una fábula para ilustrar a
Heidegger: “En la angustia uno se siente desazonado […] La
familiaridad cotidiana se derrumba”48.
Es curioso que Gregorio sí escucha a sus interlocutores, pero no
puede hacer nada por hacerse entender. El lazo social es el quicio
perdido del tiempo: la comprensión del discurso, la recuperación de
lo perdido en lo real desde lo simbólico.
VI. La lógica social entre el
consumo y el deseo
And yes our
mothers’ mothers
saw in black and white
But all that's over now
And our children never lie
And no matter how we try
We are not afraid to die
Samuel Beam
(Iron & Wine), “Stolen Houses (Die)”
La lógica social de la
posmodernidad tiene el doble efecto de aumentar la incidencia de la
angustia hasta el punto de una aburrida vorágine, y dificultar para
el sujeto el acceso a los recursos simbólicos para enfrentarla. Es
curioso que mientras la alienación en el mundo cotidiano es
sumamente intensa, pues el sujeto se encuentra como nunca antes
rodeado de textos, imágenes y objetos que prometen representarlo y
colmarlo de bienestar, la urgencia y volatilidad de ese aparente
refugio dejan al sujeto muy mal parado. Da la impresión de que el
mundo es simultáneamente evanescente y pegajoso; ofrece una plétora
de asideros para el sujeto, pero ninguno es lo suficientemente fuerte
y duradero como para sostenerlo. Para comprender esta cualidad de los
discursos posmodernos, quisiera detenerme en la práctica del
consumo. La lógica del consumo descansa en el doble filo de una
promesa. Por un lado, se supone una satisfacción plena en el
siguiente objeto a ser adquirido, siempre el siguiente, en una
sucesión interminable; por otro lado, es fundamental que la
insatisfacción prevalezca siempre y a pesar de que el sujeto
efectivamente posea lo que la moda le dicta consumir. Como práctica
fundante de subjetividad, el consumo coloca al sujeto constantemente
en ese doble juego entre la insatisfacción y la promesa de plenitud
garantizada por el próximo objeto. Esta lógica
del consumo parece idéntica a la lógica del
deseo neurótico, o sea “normal”; es decir, el
desplazamiento que subyace a la siempre inacabada búsqueda de
satisfacción, el impulso que lleva al neurótico a lanzarse en pos
del amor y reconocimiento del otro. Aquella hiancia inaugural
que descubrimos con Cortázar a nivel del ser da lugar, al entrar en
el juego de lo simbólico, a una falta que estructura el deseo
neurótico. Una vez que el sujeto consigue lo que le hacía falta, se
encuentra con que la satisfacción obtenida nunca basta, y el deseo
es relanzado hacia una nueva búsqueda. En efecto, la lógica del
consumo puede parecer igual a la lógica de la falta, pero sus
diferencias suponen derroteros muy distintos para el sujeto. Mientras
que el deseo neurótico está estructurado
alrededor de la falta, organización que en los textos freudianos
encontramos como “complejo de castración”, el consumo de la
posmodernidad pretende ignorar o negar la falta como constituyente
del sujeto, pues depende de la posibilidad de plenitud a través del
objeto (si el sujeto está marcado por una falta-en-ser, entonces
ningún objeto puede venir a completarlo). La castración es un corte
simbólico que impone la pérdida de un monto de goce como condición
para la existencia del sujeto. Al operar, la castración abre las
puertas a la pulsión y la transferencia, es decir, al inconsciente.
Lacan asocia este corte a la ley y la función paterna, y asegura que
es una consecuencia lógica de la cadena de los significantes49.
La castración está indisolublemente ligada a la angustia, al
sufrimiento en general, y abre la posibilidad de acceder a lo
simbólico como un recurso frente a lo real.
La diferencia entre el deseo
neurótico y la lógica del consumo se nos revela entonces, no tanto
en el desplazamiento del objeto anhelado como en la forma en que el
sujeto se aproxima a ese desplazamiento. La insatisfacción siempre
remite al neurótico a su propia falta, es él quien no logra
adecuarse al objeto; en el consumo que se plantea por fuera de la
castración, la inadecuación es del objeto, que debe perder su
brillo lo antes posible para que un nuevo objeto pueda surgir en el
horizonte. El consumidor jamás está en
falta (pensemos en los “derechos del consumidor”, y frases como
“al cliente lo que pida” y “el cliente siempre tiene la
razón”), y por eso puede desechar cualquier objeto cuando adquiere
uno nuevo, sin que se establezca jamás un lazo histórico entre
ellos.
Como en realidad el sujeto, desde
que está atravesado por el lenguaje, queda forzosamente marcado por
la castración y no puede escapar de ella, encontramos que las
prácticas posmodernas que quieren desestimarla lo hacen por la vía
de una anulación del sujeto. Pienso, por ejemplo, en los
diagnósticos médicos que apuntan a una
comprensión del ser a partir exclusivamente de la estadística
social, la genética, o el efecto de sustancias en el interior del
cuerpo. El revolucionario mapeo del genoma humano ha dado pie a un
sinfín de mecanismos ideológicos cuyo resultado práctico es la
expulsión del sujeto de su propia experiencia. La increíble
proliferación de diagnósticos de TDAH,
con toda independencia de si se trata de una enfermedad en el sentido
moderno del término, es acompañada de prácticas
sociales, basadas principalmente en el hospital y la escuela, que
arrebatan al niño y a los padres toda posibilidad de dar cuenta de
sí mismos a partir de su sufrimiento. Cuando el encierro y la
disciplina ya no son necesarios, la normalización de las conductas
sufre una mutación importante. Libre de la vigilancia policial
característica de la modernidad, el sujeto moderno puede permitirse
conductas sumamente agresivas sin que nadie lo llame a juicio, a
reflexión. Esta liberación del encierro, el mismo Deleuze lo
apuntaba en la conferencia que cité antes50,
sólo implica el derrumbe de los muros del panóptico carcelario,
pues la mirada que necesitaba congregar a los sujetos en el espacio
para poder vigilarlos, actualmente puede seguirlos a cualquier rincón
del planeta sin problemas ni interrupciones51.
Los ejemplos como el del TDAH abundan, y en sus extremos se vuelven
patéticos. En una página web que uno de los grandes negocios
hospitalarios en México, Grupo Ángeles, dedica a la difusión de
las neurociencias, se pueden leer artículos con títulos como “La
falta de autocrítica tiene su origen en la corteza cerebral”, “El
exceso de violencia se debe a un desequilibrio en el lóbulo
temporal”, y mi favorito, “El lóbulo frontal es el
responsable de la felicidad”52.
Pero, vale la pena insistir, no se trata de la medicina ni la
ciencia. Se trata de la lógica social que organiza las
subjetividades, se trata del jaloneo ideológico al que pueden estar
sujetas la medicina y la ciencia. ¿Cómo explicar si no, el otro
extremo del diagnóstico del comportamiento infantil? Los llamados
“niños índigo” tampoco pueden responder por su propia conducta,
que, nuevamente, es anormal pero no sintomática. Quiero decir que se
reconoce como inadaptada pero no como inadecuada, en el sentido de
que, más allá de los problemas que la conducta pueda causar a niños
y adultos, ninguno de los involucrados está autorizado a sufrir por
ello. La medicalización del sujeto le dice: “no
es tu culpa, no te sientas mal”; la mistificación
del sujeto le dice: “no hay por qué sentirse mal, eres la
prueba de un cambio de la conciencia universal”. Así las cosas,
nadie puede preguntarse por su lugar y su responsabilidad frente al
otro. Finalmente, el lóbulo frontal o el aura no tienen nada que
decir. Esta tendencia a expulsar al sujeto de su propia experiencia
no es necesariamente violenta, frecuentemente encuentra poca
resistencia. La imagen, en su sentido especular y espectacular, juega
un poderoso papel en el asunto. El sujeto, embelesado, se hace a un
lado por sí mismo. Pienso ahora en la dificultad que encuentran
algunos jóvenes para explicar sus relaciones interpersonales si
éstas no se traducen en alguna de las categorías
que Facebook les brinda. Aquí, nuevamente, no encontramos
nada extraordinario, pues el sujeto moderno tenía dificultades para
explicar sus amores si estos no correspondían a las definiciones de
la época (monogamia heterosexual con intenciones educativas). Sólo
subrayo que uno de los ejes que organizan
el malestar sexual contemporáneo es la imagen.
En 1909, consciente de lo que su
invento significaba para el American way of life,
Freud visitó por única vez los Estados Unidos. En la cuarta de
cinco conferencias que pronunció en la Clark University, utilizó
una alegoría meteorológica para explicar por qué los hombres no
pueden hablar libre y honestamente sobre su vida sexual: “no
muestran con franqueza su sexualidad, sino que gastan una espesa bata
hecha de... tejido de embuste para esconderla, como si hiciera mal
tiempo en el mundo de la sexualidad”53.
Freud se refería específicamente al universo
cultural de su época —son sus palabras—, pero no es
exagerado decir que siempre hay mal tiempo en el mundo de la
sexualidad. Incluso cuando parece reinar el más soleado y apacible
de los climas, no es posible hablar libre y honestamente sobre
sexualidad por el hecho de que, precisamente por efectos de la
castración, una porción del goce sexual queda por fuera del
lenguaje. La normalización de las conductas puede sufrir mil y un
cambios, volverse más o menos liberal o conservadora, pero mientras
exista la cultura, por fuerza habrá una “normalización de los
goces”. Así define Colette Soler al discurso que, habíamos dicho
desde un principio, es sinónimo de cultura y de civilización54.
Si la cultura es la normalización de los goces, el síntoma es una
muy singular protesta (voluntaria o involuntaria, no importa). La
paranoia y la homosexualidad tenían el estatuto de síntoma en una
época que hizo de la conciencia y la familia los referentes de la
subjetividad; la adicción, en tanto consumo tóxico, reclama para sí
el lugar de síntoma del discurso hipermoderno, cuyo referente es el
consumo. Hay, sin embargo, una dificultad, y es que al expulsar al
sujeto y dejar a los cuerpos librados al encuentro en lo real, el
lenguaje pierde su eficacia, y el dolor entonces no quiere (más
exactamente, no puede) decir nada. El neurótico
sentía culpa y vergüenza, escondía sus gustos y placeres
anormales; en la posmodernidad la sexualidad se muestra, pero su
sentido elude al sujeto en la medida en que él puede estar ausente
de los actos corporales que la soportan.
Agobiado por la angustia que se
presenta como monotonía y vértigo; asfixiado entre dispositivos que
lo encantan y anestesian, el sujeto de la posmodernidad quiere
librarse del peso de la castración, y la lógica del consumo ofrece
un cortocircuito para lograrlo. No quiere decir que sea posible
lograrlo, simplemente que el consumo ofrece como carnada esa ilusión.
Lo sorprendente finalmente no es que el sujeto busque escapar a la
castración, pues siempre ha sufrido bajo su yugo; siempre se
consideró inadecuado, defectuoso, y en su horizonte siempre ha
estado el anhelo por una plenitud más allá de la castración. Lo
que llama la atención son las condiciones en que ese horizonte
aparece en nuestras coordenadas culturales. Para Sylvie Le Poulichet
las drogas son objetos privilegiados para estas prácticas pues
permiten al sujeto borrarse de su acto a partir de una supuesta
primacía sobre el lenguaje55.
Su libro, Toxicomanías y psicoanálisis, el mejor que he
encontrado en el campo de la clínica psicoanalítica de la adicción,
parte de otro texto extraordinario, “La farmacia de Platón”56,
donde Jacques Derrida explora la figura del farmakon para
trabajar la escritura y la droga. El farmakon carece de una
esencia definida, no puede ser localizado conceptual ni
prácticamente, y sus efectos son ora benéficos
ora dañinos. Quien tenga el valor de acercarse, sepa que
juega con fuego, poderoso origen de la cultura y proverbial fin de
todos sus esfuerzos. Le Poulichet plantea una “operación
del farmakon” para hacer a un lado los aspectos
meramente orgánicos de la drogadependencia: “La operación
del farmakon es lo que dispone las condiciones de la
‘desaparición’ de un sujeto en la
medida en que este último se debate con algo ‘intolerable’
que lo deja librado al espanto”57.
Al reconocer que la droga es igual un remedio y un veneno, puede
señalar que su carácter adictivo, destructivo, tiene que ver con el
consumo y no con moléculas.
Embebido en las dinámicas
culturales que he descrito, quien sufre hoy en día
se remite inmediatamente al cerebro, puro órgano, silencioso
hasta el punto de carecer de todo misterio. El saber posmoderno sobre
el síntoma orgánico, presentado como un saber interdisciplinario
que se agrupa bajo el nombre de neurociencias, hace la finta de un
saber liso y completo. Como parece que podemos saberlo todo,
olvidamos que el saber no puede ser completo. Lo simbólico no es
capaz de cubrir todo lo real, hay algo del goce sexual que no puede
ser apalabrado. Pero de eso la ciencia de hoy no quiere ni puede
saber nada, y sus planteamientos, que incluyen por cierto los de la
salud mental, no dejan ningún resquicio al enigma que es necesario
para que del dolor se pueda hacer un síntoma. El desvanecimiento del
sujeto en la operación del farmakon
se plantea desde una relación de identidad entre el saber de la
ciencia y su objeto, sea el sistema nervioso o la conducta. El adicto
concibe su ser como un gadget: cuando percibe dolor busca el
botón de apagado, y cuando la memoria le ofrece el panorama del
tiempo, quiere ordenar: reset, undo,
delete. El toxicómano no busca el olvido sino la desmemoria,
lo que Le Poulichet llama “cancelación tóxica
del dolor”58.
En la posmodernidad el retorno de lo mismo no se reconoce ya como
repetición.
Donde no queda una grieta para lo
desconocido, todo parece extraño. Si no hay resquicio por el que
pueda colarse la angustia, estamos en el terreno de esa tranquilidad
sobre la que Heidegger advertía como causa del más frenético y
vacío ajetreo. El sujeto es incapaz de hacer una experiencia de la
angustia y por lo tanto él mismo queda fuera de su propio alcance.
Nos sumergimos en un estado de narcosis tóxica —la droga es buen
objeto para lograrlo, pero no el único— porque se nos ofrece como
una vía de escape para la castración. Querer escapar a la
castración es querer escapar de la muerte; es desconocer la fractura
que somos y por la que aparecemos para nosotros mismos; es descreer
la condición que Heidegger reserva como más propia para el Dasein:
el ser-para-la-muerte. El consumo tóxico busca hacer un
cortocircuito entre la ausencia de la palabra y la angustia. La
angustia que anuncia la presencia de la muerte. Es decir, la opción
por la narcosis, la obnubilación, el entumecimiento, es el intento
por escapar a la dolorosa y difícil experiencia subjetiva de dar
cuenta de sí mismo. La adicción parece extender de forma
ininterrumpida el cómodo embotamiento de la palabra vacía y la
pseudoactividad, hasta el punto en que resulta muy difícil, incluso
imposible, romper su superficie para revertir el movimiento de
extrañamiento del sujeto respecto de sí mismo. Hundido en un mar de
lo que Heidegger llama objetos intramundanos —cautivantes
artilugios, espejitos y baratijas—, el sujeto hace hasta lo
imposible para no encontrarse jamás con una interrupción de ese
estado de aparente beatitud, de radical desconexión con todo y
todos.
La figura del adicto es la
realización de la lógica del consumo y, al mismo tiempo, su
subversión. Al encontrar una sustancia que lo satisface hasta la
plenitud, el toxicómano cierra sobre sí la
ilusión de haber conquistado la angustia, y con ella, la
negatividad en el corazón de su ser. Consagra su cuerpo al consumo,
y al hacerlo reivindica y revienta simultáneamente la dinámica
imaginaria de la moda. El eterno desplazamiento del objeto se detiene
porque la promesa de completitud se ha cumplido: no es necesario ir a
buscar otro objeto, basta con poseerlo en todo momento —hasta ser
poseído por él. El consumo alcanza su punto máximo y se vuelve
consumo de la propia vida. Las vacunas contra la droga de las que
hablé al comienzo imitan la lógica de la adicción, que busca
privar al puro cuerpo del encuentro con la angustia. El resultado es
la expulsión del sujeto, celebrada como la victoria de una
construcción auxiliar que no necesita del lenguaje. Es el imaginario
de un cuerpo completo, que coincide enteramente con la vida, sin
huecos, fallas ni enigmas. Lo que queda en lo real es un bulto de
carne y nervios; pura superficie de localización y control, de dolor
pero no de sufrimiento. Goce mortífero. Una vez lograda la
cancelación tóxica de la angustia, queda negada la experiencia y la
posibilidad de construirle un sentido. La adicción, como antes la
paranoia, no es condenada y rechazada por los problemas que puede
traer para la salud física y mental de las personas, sino por el
peligro que encarna para la lógica social hegemónica. Así lo
muestra la complementariedad del narcotráfico internacional y la
guerra que contra él se libra. La “rehabilitación” del adicto
busca principalmente su reinstalación como consumidor, en la misma
medida en que la ilegalidad y la legalidad de las sustancias obedece,
casi sin excepción, a lógicas mercantilistas59.
Los adictos en recuperación
hablan frecuentemente de sentirse amputados, de haber perdido una
parte de su cuerpo o de su mente60.
Apenas cuando se priva de la droga, el exadicto se abre a la
experiencia de la pérdida, aunque desde una posición necesariamente
distinta a la de la castración. Massimo Recalcati habla de una
clínica del vacío, para diferenciarla de la clínica de la falta;
una clínica del pasaje al acto y no del retorno
de lo reprimido61.
Lo mismo que Le Poulichet, este autor insiste en la necesidad de un
trabajo previo al tratamiento psicoanalítico de la adicción.
Recalcati retoma la “cuestión preliminar” que Lacan había
desarrollado en relación al tratamiento de psicóticos en lo que él
llama una “defensa del sujeto”, que no es más que reintroducirlo
en la dinámica del lenguaje, en el juego que abre la nominación,
tan claramente ilustrado por el recuerdo infantil de Julio Cortázar62.
La dificultad que el sujeto encuentra para historizar su sufrimiento
resulta en la ausencia de sentido en los síntomas. Ausencia de
sentido quiere decir que no están dirigidos a nada ni nadie, no se
supone que exista una explicación trascendente para el sufrimiento;
no hay un más allá del dolor, una verdad oculta que habría que
develar o descubrir. Un ataque de pánico es eso: un ataque de
pánico, y nada más. Es la presentación clínica más frecuente
para los consumos tóxicos. Los focos sintomáticos son el cuerpo y
el acto en tanto reales, en una especie de sobrecarga, de
sobreexcitación del cuerpo propio y del cuerpo del otro con
manifestaciones generalmente violentas o melancólicas.
Si la
toxicomanía forma parte de un conjunto de malestares
posmodernos, es porque la subjetividad adictiva es un “ejemplo”,
un paradigma que permite hacer visible algo de la lógica social
contemporánea. “El adicto” es un personaje de nuestro tiempo.
Aparece frecuentemente en nuestras narrativas, verdaderas y
ficticias. La posmodernidad no se podría explicar
sin él. Podríamos tomar otros personajes igualmente
reconocibles: el corrupto, el traficante, el cínico, el presentador
de talkshow, el participante y el
espectador de los reality shows y
otros programas de concursos televisados, incluso el zombi. Cada uno
de ellos, en tanto personajes, pueden mostrar algo del tiempo que
cursamos. Los tiempos cambian, con ellos cambian también los hombres
y sus horizontes. Las marcas que el lenguaje deja en los cuerpos y
las almas quizá sean distintas para cada época, y con cada época
habrán discursos y síntomas singulares, que demandarán siempre una
respuesta específica. Pensar es eso, en el sentido en que lo plantea
Heidegger: pensar la nada, sus instancias para cada forma de vida.
Sea como sea que se presente esa negatividad original, siempre será
tarea de cada hombre aprender a angustiarse adecuadamente63.
El ejercicio de ese deber encuentra una fuerte resistencia, unas
ganas locas de huir, esconderse a como de lugar de la soledad y la
muerte que nos habita. Escapamos y construimos un hogar: un mundo
familiar, acogedor y tranquilo, hecho de palabras calmantes e
imágenes hipnóticas. Nos cubrimos con construcciones auxiliares
para soportar mejor la vida, y corremos el riesgo de desconocerla. El
comprender comienza desde esa familiaridad pero debe poder romperla,
y además debe poder soportar su ruptura. La droga es farmakon,
capaz de abrir el alma humana al encuentro con la nada, o cerrarla
definitivamente en la alienación de quien se da la espalda. Es que
comprender es escuchar, esto es: abrir el lenguaje desde la
alienación hacia el encuentro con el otro. El silencio y la escucha
son las dos condiciones de posibilidad del comprender, y la adicción
es un esfuerzo radical por cancelarlas.
1
La Convención Internacional del Opio, promovida
en 1912 por E.U.A. fue el primer acuerdo internacional que se
propuso eliminar el tráfico y consumo de estupefacientes. Este
esfuerzo culmina en 1925, cuando los acuerdos son incluidos ni más
ni menos que en el Tratado de Versalles.
2
Recomiendo ampliamente revisar la “Fenomenología
de las drogas”, complemento incluido en:
Escohotado, A., Historia general de las
drogas, Espasa, España, 2008
(Octava edición revisada, actualizada y
ampliada). Para la marihuana: p. 1306; MDMA: p. 1297; hongos
psilocibios: p. 1347.
3
Utilizo el término ‘posmodernidad’
con cierta ligereza, para quitarme de
encima el problema de analizar su pertinencia en este contexto.
Podría utilizar igualmente
‘hipermodernidad’
o alguna otra alternativa. Digamos que,
para los alcances de este texto, me da igual. Lo mismo sucede cuando
escribo “cultura actual”,
“nuestra cultura”,
y cosas similares, pues me refiero en los términos
más amplios a las culturas occidentales,
a Occidente, al mundo globalizado, a las sociedades postindustriales
donde reinan el espectáculo y el mercado,
etc., etc., etc.
4
La cadena estadounidense TLC (The Learning Channel),
parte del grupo Discovery Communications, tiene un reality
show llamado “Mi extraña
adicción”, que ha documentado personas
“adictas” a masticar pelo de gato,
comer arena, realizarse enemas con café,
entre otros. La excéntrica colección
de adicciones puede ser vista, capítulo
por capítulo, en
<http://www.tlc.com/tv-shows/my-strange-addiction>.
5
Lewkowicz, I., “Subjetividad adictiva: un tipo
psicosocial instituido. Condiciones históricas
de posibilidad” en Dobon, J. y Hurtado,
G. (Comp.), Las drogas en el siglo…
¿qué viene?, FAC, Argentina,
1999.
6
Foucault, M., Las palabras y las cosas: una
arqueología de las ciencias
humanas, Siglo XXI Editores,
Argentina, 1968.
7
He tomado para mi análisis los extremos
de ambos discursos, ahí donde la seriedad
se desvanece frente al fundamentalismo y la locura. Son precisamente
sus debilidades las que muestran algunas características
y efectos de estas posturas. A pesar de ser los polos en donde el
cariz ideológico de los discursos queda
más francamente desnudado, son esos
extremos los que encuentran con sorprendente facilidad su camino a
los medios de comunicación, debates públicos
y legislaciones.
8
Deleuze, G., “Post-scriptum sobre las
sociedades de control” en Conversaciones,
Pre-Textos, España, 1999.
9
Véase
el siguiente reportaje: “Científicos
mexicanos patentan vacuna contra la adicción
a la heroína”,
publicado por CNN-México
en febrero de 2012 y firmado por la Agencia Reuters
<http://mexico.cnn.com/salud/2012/02/24/cientificos-mexicanos-patentan-vacuna-contra-la-adiccion-a-la-heroina>.
O este otro: “Una
vacuna para tratar la adicción
a las drogas”,
publicado en noviembre de 2012 por Wall Street Journal Latino
América
con la firma de Brian Stauffer
<http://online.wsj.com/article/SB10001424127887323751104578147551706927718.html>.
El segundo ejemplo es interesante porque habla de los estragos
fisiológicos
y sociales que sufre una mujer adicta a la cocaína
y el crack, siempre bajo el supuesto de que una vacuna evitaría
este tipo de malestar individual y social.
10
Es notable que toda esta historia se ocupa únicamente
de Europa y, en todo caso, los Estados Unidos, que con su Revolución
de Independencia de 1775 se unen a la vanguardia social y política.
Mientras tanto, el resto del mundo está comenzando
a organizarse como periferia del Imperio, sus mercados, tráficos
y guerras.
11
Foucault, M., Vigilar y castigar,
Siglo XXI Editores, México, 1978.
12
Deleuze, G., “Post-scriptum sobre las
sociedades de control”, Op. cit. Véase
también la conferencia “¿Qué
es un acto de creación?”,
dictada por Deleuze en “La femis”
(Escuela Nacional Superior de Oficios de Imagen y
Sonido) en marzo de 1987, disponible en
<http://www.youtube.com/watch?v=4yI9QESXyU0>.
13
Deleuze,
G., “¿Qué
es un acto de
creación”,
Op.
cit.
14
Para la definición de “competencia”
para la OCDE y las políticas
que se le desprenden véase la
presentación “Habilidades y
competencias del siglo XXI para los aprendices del nuevo milenio en
los países de la OCDE”,
disponible en línea:
<http://recursostic.educacion.es/blogs/europa/media/blogs/europa/informes/Habilidades_y_competencias_siglo21_OCDE.pdf>.
15
A partir de la firma de la Declaración de
Bolonia, en 1999, los países de la Unión Europea (y algunos otros,
como Rusia y Turquía) se comprometieron a estandarizar la educación
universitaria para crear un Espacio Europeo de Educación Superior,
con un esquema de homologación de programas y títulos que facilita
el intercambio de créditos entre universidades de los países
participantes. El programa contempla una puesta al día de la
universidad europea, poniendo el acento no en la adquisición de
conocimientos sino de habilidades, siempre en referencia explícita
a las demandas del mercado laboral.
16
Cfr. Lewkowicz, I., “Subjetividad adictiva: un
tipo psicosocial instituido. Condiciones históricas
de posibilidad”, Op. cit.
17
Freud, S., El malestar en la cultura,
en Obras completas,
t. XXI, Amorrortu Editores, Argentina, 1986.
18
Real Academia Española. Diccionario de
la lengua española (22ª ed.,
2001). Consultado en <http://www.rae.es/rae.html>.
19
Freud, S., El malestar en la cultura,
Op. cit.
20
Lewkowicz,
I., “Subjetividad
adictiva: un tipo psicosocial instituido. Condiciones históricas
de posibilidad”,
Op.
cit.
21
Baudelaire, C., Petits poèmes
en prose, le Spleen de Paris, Garnier
frères, Francia, 1968.
22
En un libro de reciente aparición, El
inconsciente, la técnica y
el discurso capitalista (Op. Cit.), Néstor
Braunstein retoma la relación entre
desarrollo tecnológico, capitalismo y
subjetividad en la posmodernidad. Para ello, plantea su propia
versión del discurso capitalista
propuesto por Jacques Lacan en 1968. Aunque ese libro sólo
toca el tema de las drogas y la adicción
en ciertos puntos y de manera tangencial, ha sido una importante
fuente de inspiración para mi propia
reflexión y escritura.
23
No hay que olvidar que, por su etimología, ‘ortopedia’
significa “la
recta educación del infante”.
El término fue acuñado en pleno
nacimiento de la modernidad, en 1741, por el cirujano francés
Nicolas Andry, en referencia exclusiva al cuerpo. Sin embargo,
habiendo ya revisado la relación entre
“recta educación”,
cuerpo e ideología, se puede afirmar que
la idea moderna de ortopedia rebasa por mucho el plano
médico-corporal.
24
Heidegger,
M., Ser y
tiempo,
Editorial Trotta, España,
2009.
25
Cohen,
D., Tres
lecciones sobre la sociedad postindustrial,
Katz Editores, Buenos Aires, 2007. Cohen analiza el desmantelamiento
de la firma manufacturera, unidad fundamental del capitalismo
clásico,
hacia finales del siglo XX. La fragmentación
de ese monolito sobre el que descansaba la producción
industrializada tiene importantes consecuencias a nivel del vínculo
social y del discurso que lo soporta.
26
Recalcati,
M., “La
cuestión
preliminar en la época
del Otro que no existe”.
Texto publicado originalmente en francés
en Ornicar?
Digital,
No. 258, en Mayo de 2004. La traducción
del italiano al español
es de Andrea Mojica Mojica, revisada por Astrid Álvarez
de la Roche y está disponible
en línea
como parte del No. 10 de Virtualia,
revista digital de la Escuela de la Orientación
Lacaniana
(Buenos Aires, Argentina), de julio-agosto del 2010:
<http://virtualia.eol.org.ar/010/default.asp?notas/mrecalcati-01.html>.
27
Heidegger, M., Ser y tiempo, Op. cit.
28
He decidido
conservar la traducción
de la palabra alemana ‘unheimlich’
por
‘desazonado’,
utilizada por Jorge Eduardo Rivera en la edición
de Trotta de Ser
y tiempo
(Op.
cit.).
Rivera explica en una nota al texto original (p.478):
Literalmente,
unheimlich,
significa terrible, pero etimológicamente
esta palabra quiere decir: ‘que
no tiene hogar’.
Entonces, lo terrible de la angustia es que está como
fuera de todo lugar, no tiene morada, no tiene dónde
estar […]
Aunque la palabra española
‘desazón’
apunte en
otra dirección,
su uso lingüístico
expresa justamente la terribilidad producida por un estar
fuera de tiempo,
fuera de sazón.
El
énfasis en
la última
frase de la cita es mío;
regresaremos a la relación
entre angustia y tiempo. Aprovecho la nota al pie para recordar un
pequeño
texto freudiano de 1919 que lleva precisamente ese título:
Das
unheimliche,
y que fue traducido al español
primero como Lo
siniestro
por Ludovico Rosenthal y después
como Lo
ominoso
por José Luis
Etcheverry. En ese artículo,
Freud también
relaciona lo unheimliche,
lo desazonado, siniestro u ominoso, con la angustia y con lo
familiar.
29
Braunstein,
N., “Un
recuerdo infantil de Julio Cortázar”
en Ficcionario
de psicoanálisis,
Siglo XXI Editores, México,
2001; y Memoria
y espanto o el recuerdo de la infancia,
Siglo XXI Editores, México,
2008.
30
Citado en
Braunstein, N., “Un
recuerdo infantil de Julio Cortázar”,
Op.
cit.
31
Braunstein, N., Ibid.
32
Heidegger,
M., “¿Qué
es
metafísica?”,
en Hitos,
Editorial Alianza, Madrid, 2000.
33
Idem.
34
Cfr. Lacan,
J., Le
Seminaire, Livre XI. Les Quatre concepts fondamentaux de la
psychanalyse,
Seuil, Francia, 1973 (reimpresión
de 2001); en especial las clases del 22 y 29 de enero de 1964.
35
Cfr. Lacan,
J., “Fonction
et champ de la parole et du langage en psychanalyse”
en Écrits,
Seuil, Francia 1966; y Le
Seminaire Livre V. Les Formations de l’inconscient,
Seuil, Francia, 1989.
36
Podemos
remitirnos al texto original: “Este
absorberse en… tiene
ordinariamente el carácter
de un estar perdido en lo público
del uno. Por lo pronto, el Dasein
ha desertado siempre de sí mismo
en cuanto poder-ser-si-mismo propio, y ha caído
en el ‘mundo’
”. Y
también:
“La
impropiedad del Dasein
no significa, por así decirlo,
un ser ‘menos’
o un grado
de ser ‘inferior’.
Por el contrario, la impropiedad puede determinar al Dasein
en lo que tiene de más
concreto, en sus actividades, motivaciones, intereses y goces”.
Ambos pasajes son de Ser
y tiempo
(Op.
cit.).
37
No
es
que para hacer un camino sea necesario conformarse con lo trazado
por las circunstancias y el destino (familia, nacionalidad, clase
social o lo que fuera). También
aquellos que eligen, voluntariamente o no, el exilio, la revolución,
la excomunión
o la transformación,
comienzan necesariamente por acudir a ese lugar primigenio que el
deseo de los padres han marcado con un nombre.
38
Heidegger, M., Ser y tiempo, Op. cit.
39
Lewkowicz,
I., “Subjetividad
contemporánea:
entre el consumo y la adicción”.
Inédito.
40
Deleuze,
G., “¿Qué
es un acto de
creación?”,
Op.
cit.
41
China Labor
Watch, una ONG que estudia las condiciones laborales en las fábricas
en aquel país,
ha publicado numerosos reportes documentando prácticas
extremas, que incluyen explotación
infantil, jornadas de hasta 20 horas de trabajo, hacinamiento y
encierro. Los reportes pueden consultarse en
<http://www.chinalaborwatch.org/>.
Como ejemplo singular, tómese
a historia de Tian Yu, única
sobreviviente de un grupo de trabajadores que intentaron suicidarse
para escapar de las condiciones de explotación
a las que eran sometidas por empresa manufacturera Foxconn,
principal armadora de electrónicos para Apple, Samsung, Sony y otras grandes marcas:
http://www.theguardian.com/commentisfree/2013/aug/05/woman-nearly-died-making-ipad.
Reportajes como este, denunciando lo que la Organización
Mundial del Trabajo califica de “esclavitud
moderna”,
aparecen con alarmante frecuencia prácticamente
en todo el mundo, incluso a veces en países
llamados desarrollados.
42
Lewkowicz,
I., “Subjetividad
contemporánea:
entre el consumo y la adicción”,
Op.
cit.
43
No es que el
Estado confeccionara un destino original para cada ciudadano. Por el
contrario, entre mejor funcione la maquinaria nacional, más
difícil es
distinguir entre los sujetos que comparten una identidad
(burócratas,
obreros, maestros, policías,
etc.). Sin embargo, al menos idealmente, cada uno de ellos era capaz
de sentir hasta el tuétano
el valor trascendente de su vida, y estaba dispuesto a los más
penosos sacrificios con tal de que su familia y su país
alcanzaran el glorioso destino que la historia les tenía
reservado.
44
Lewkowicz,
I., “Subjetividad
contemporánea:
entre el consumo y la adicción”,
Op.
cit.
45
“The
time is out of joint: O, cursèd
spite / That ever I was born to set it right!”.
Shakespeare, W., “The
Tragedy of Hamlet, Prince of Denmark”,
en Complete
Works
(edición
de Jonathan Bate y Eric Rasmussen), Modern Library / Royal
Shakespeare Company, Estados Unidos, 2007. La
traducción
al castellano de Juan José Gurrola
(edición de
la UNAM, México,
2005) propone: “Descoyuntados
están estos
tiempos: maldita misión
la de tener que enderezarlos”.
46
Véase
supra:
n. 26.
47
La
transformación
física que
sufre el héroe
de La
metamorfosis
sugiere que Kafka pudo intuir algo de lo que describirían
décadas
más
tarde Foucault, Deleuze y Agamben respecto de la importancia del
cuerpo como superficie de choque entre el sujeto y el poder. George
Steiner subraya que la palabra con la que Kafka describe el nuevo
estado físico
de Gregorio, ‘Ungeziefer’,
sabandija, es la misma con la que los nazis se referían
a judíos,
homosexuales y gitanos, insignificantes insectos que había
que eliminar para restituir el grandioso destino del pueblo alemán.
48
Heidegger, M., Ser y tiempo, Op. cit.
49
Lacan, J.,
Le
Seminaire. Livre V, Les Formations de l’inconscient,
Op.
cit.
50
Deleuze,
G., “¿Qué
es un acto de
creación?”,
Op.
cit.
51
Quizás
el máximo
refinamiento del control sin encierro sea que los sujetos mismos
toman sobre sí la
responsabilidad de hacerse siempre localizables, medibles,
identificables. Gracias a la omnipresencia de aparatitos que pueden
registrarlo todo, programarlo todo, hoy es posible saber con
bastante exactitud dónde
ha estado alguien, qué ha
mirado, qué música
ha escuchado y con quién
ha estado en contacto. Hay incluso apps
que registran los ciclos de sueño
del “usuario”.
¡Y lo mejor
es que todos queremos estas novedosas y brillantes telepantallas
de bolsillo!
52
Véase
<www.neuroespacio.com>.
53
Freud, S.
“Cinco
conferencias sobre psicoanálisis”
en Obras
completas,
t. XI, Amorrortu Editores, Argentina, 1986.
54
Soller, C.,
“El
espacio del goce” en
La
maldición
sobre el sexo,
Manantial, Argentina, 2000.
55
Le
Poulichet, S., Toxicomanías
y psicoanálisis.
Las narcosis del deseo,
Amorrortu, Argentina, 1990 (segunda reimpresión:
2005). p. 47
56
El texto
original se encuentra en castellano en Derrida, J., La
diseminación,
Fundamentos, España,
1975.
57
Le
Poulichet, S., Toxicomanías
y psicoanálisis.
Las narcosis del deseo, Op. cit.
58
Idem.
59
En un texto
de reciente publicación
en nuestro país,
Dany-Robert Dufour expone al narcotráfico
como un engrane indispensable del capitalismo global contemporáneo,
junto con otras actividades ilegales pero toleradas, incluso
promovidas, desde su lógica
interna. Véase
Dufour, D.-R., “Liberalismo,
liberación
de las pasiones, pulsiones, tráficos”
en Mayer Foulkes,
B. y Pérez,
F. R. (eds.), Tráficos,
17, México
2013. Para una mirada actual a la realidad del mercado ilícito
de narcóticos
en México
en relación
a la guerra contra las drogas, véase
Aguilar Camín,
H.
et al, Informe
Jalisco: más
allá de
la guerra de las drogas,
Gobierno del Estado de Jalisco, México,
2012.
60
Véase
Le Poulichet, S., Toxicomanías
y psicoanálisis.
Las narcosis del deseo,
Op.
cit.
61
Recalcati,
M., La
cuestión
preliminar en la época
del Otro que no existe,
Op.
cit.
62
Hay que
tener en cuenta que, en la modernidad, el loco era lo expulsado del
discurso en tanto síntoma.
Para Lacan, la psicosis se caracteriza por la forclusión
del Nombre del Padre, es decir, la ausencia de un significante que
permita —y
obligue—
al sujeto a regular el goce. Recalcati propone que la clínica
contemporánea
enfrenta un debilitamiento simbólico
similar, que requiere en consecuencia de una operación
previa al tratamiento. Se trata de acompañar
a quien consulta en el reconocimiento de un síntoma
en tanto enigmático,
un sufrimiento que pueda suponerse como representante de un saber
desconocido. Sólo
así se
puede abrir a la experiencia de la transferencia, y luego, del
inconsciente.
63
En Ser
y tiempo (Op.
cit.),
Heidegger afirma que “un
Dasein
puede, debe y tiene que enseñorarse
fácticamente
con el saber y el querer de su estado de ánimo”.
Esta versión
de la frase es de Gerardo García
Contreras, psicoanalista mexicano. Mi lectura de Heidegger debe
mucho a su ciclo de conferencias “El
engranaje de las emociones”,
aun no publicado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario