Carlos Herbón
Desde
su concepción, en el que presentaba su propuesta de atención, hasta
su concreción definitiva, cuando por fin pudo llevarse a cabo su
creación, el Centro Carlos Gardel ha considerado el espacio de la
grupalidad, como una vía propicia, entre otras, y conjuntamente con
otras, para el desarrollo de un modo de tratamiento posible tanto
para ofrecer un lugar a las personas que se acercan solicitando
atención terapéutica por problemas asociados al consumo drogas,
como de sus familiares y referentes.
No
fue sin un debate previo, orientado a pensar críticamente el uso de
esa herramienta terapéutica, desde una concepción distinta - en lo
que a los tratamientos por adicciones se refiere - de acuerdo a como
venía siendo utilizada tradicionalmente en comunidades terapéuticas,
hospitales de día o centros psiquiátricos tanto públicos como
privados (especialmente los privados)
Tradicionalmente
y desde una concepción que procuró como finalidad la abstinencia
obligatoria y definitiva tanto del uso, el abuso como de la
dependencia, los espacios grupales aplicados a estos tratamientos
tuvieron como objetivo principal, interferir la voluntad del
usuario por intermedio de la educación y la disciplina, mediante la
enseñanza de preceptos morales y religiosos que permitieran el
“rescate de la oveja descarriada” logrando la suspensión
definitiva de la acción de consumir.
La
concepción subyacente a la aplicación de estas estrategias, daba
cuenta del consumo de substancias como el resultado de una voluntad
desviada de principios morales socialmente aceptados, resultado de
la perversión particular del sujeto en cuestión, (no pocas veces
explicada por un particular degeneramiento biológico o genético) o
de una suerte de posesión demoníaca vehiculizada por la ingesta de
las mismas. Las substancias serían el caballo de Troya que
facilitaría la toma por asalto del alma del consumidor y la tarea, a
la manera de un acto sacerdotal, consistía en “rescatarlo” del
infierno de las drogas.
El
discurso moral y el discurso religioso, se fundieron en un objetivo
común, legitimándose mutuamente, escondiendo sus formas bajo la
apariencia del discurso jurídico.
La
voluntad que hiciera caso omiso a las oportunidades de transformación
ofrecidas “gratuitamente” por una voluntad superior cuyos
operadores terapéuticos y morales representaban, serían
sancionadas.
Este
debate crítico nos obligó a hacer visible el lugar ocupado hasta
entonces por quienes tenían la tarea de coordinar esos grupos, los
modelos de liderazgos que surgen inevitablemente procurados en el, y
las relaciones con sus pares, mencionados indirectamente más arriba
como “sacerdotes”, representantes ejemplares de la moralidad, e
incluso como “los hijos pródigos” que al haber atravesado la
experiencia del consumo y habiendo salido airosos de ello, se
tornaron en ejemplos vivos, conocedores tanto del “camino de ida”
hacia el infierno de las drogas, como del “camino de vuelta” al
cielo de la abstinencia, estado bello y “biológicamente natural”
del hombre.
Rápidamente
se advierte que el referente grupal debe reunir las condiciones
necesarias para ser el “espejo” en quién mirarse, el portador de
los valores necesarios para producir la corrección de la conducta
morbosa y tal cual la psicología del yo lo promueve, será la
prótesis necesaria para quien padezca de alguna “discapacidad
yoica”. El coordinador y el ideal que constituye para el grupo se
dan a sí mismo como ejemplo, respaldado por su propia conducta en la
que ese ideal es por fin alcanzado.
El
grupo se constituiría allí, entonces, como una suerte de
purgatorio, paso previo e inevitable para arribar al paraíso de la
abstinencia, mediante el exorcismo, el perdón y la habilitación
jurídica y moral. La rehabilitación es el resultado buscado para
reducir e incluso “curar” esa discapacidad.
La
“cura” aquí está más próxima a un proceso de expiación o al
cumplimiento de una sentencia por la vía de la sanción.
La
Salud, como un estado del hombre independiente de sus elecciones
religiosas, sociales, morales y jurídicas (y también con ellas),
estuvo ausente de los objetivos procurados por la adopción de estos
“imaginarios grupales”, y en todo caso, se constituyó allí como
un medio para alcanzar objetivos distintos o más allá de ella misma
como fin y apéndice voluntario o no de los discursos mencionados.
Pensemos
por un momento, que lo “inconsciente” allí, era tratado
explícitamente o no, como el lugar de producción de la maldad y la
desviación de la conducta del consumidor y debía entonces, ser
resuelto por la vía de la conciencia siempre clara y sabia.
La
experiencia grupal sería el laboratorio reparatorio de las
desviaciones inconscientes, posibles de ser capturadas por la
conciencia y mediante ella llevar a cabo las transformaciones
necesarias para lograr el bienestar.
En
este contexto la experiencia del uso de substancias, fue reducida a
una experiencia individual, resultado de una elección y de un uso
desviado de un objeto, en la cual la conciencia interviene pero en su
estado de ignorancia. Parece un sinsentido, pero una experiencia
descripta de este modo, procura una resolución a través de un
pasaje por lo colectivo, por lo grupal, donde el otro como
diferencia, como singularidad, no existe. En cambio, el otro de la
uniformidad, completo y completante, se erige como el modelo a
alcanzar, como el ideal posible.
Es
el otro ubicado como la cabeza de una relación piramidal, al que hay
que acceder escalón por escalón a través de pasos (¿pueden ser 12, verdad?). De alcanzar a ese otro depende el volver al camino de la
ecuanimidad, la cordura y la sociabilidad, aunque haya que pagar el
costo de la autonomía personal. Es frecuente escuchar que se trata
de cambiar una dependencia nociva, por otra benéfica, no pensada
como un medio o estrategia de tratamiento sino como un fin, aunque
siempre se sea dependiente.
La
grupalidad en las comunidades terapéuticas, se llamen granjas o como
se llamen, tienen un “vademécum” profuso en el que se explicitan
los objetivos que hay que alcanzar para ascender en la escalera de la
“recuperación” y cualquier fracaso en ese ascenso se nomina como
“recaída”! Como el juego de la oca, vuelve entonces a la
posición anterior.
Ese otro, cuando toma existencia
por su condición de diferencia y se aparta de los ideales comunes,
es un obstáculo en el camino de ser iguales, y altera la producción
de sujetos en serie, sujetos previsibles y adaptados a un sistema
donde el ejercicio de la autonomía a través de las decisiones
personales resultan una amenaza.
Crítico
de estas concepciones, el centro Carlos Gardel, a partir de discutir
el concepto de problema aplicado al consumo de substancias,
construyó, junto a otros, en un proceso de pensamiento colectivo, un
nuevo problema. Allí mismo, en el lugar donde ese modelo de
respuesta se presentaba como solución, se constituyó el punto de
partida de una nueva dificultad.
Estas
consideraciones derivadas del debate, no son el resultado de un
ejercicio que transcurre exclusivamente en el camino de la teoría.
La práctica cotidiana y las marcas advertidas en quienes llegan al
centro, atravesados por una historia de internaciones sucesivas, en
dispositivos de autoayuda identificados como “grupales”, en
instituciones carcelarias y/o manicomiales, supieron ser las huellas,
tanto psíquicas, como corporales, que nos permitieron trazar un mapa
de los fracasos y entrever en ellos las modalidades aplicadas.
Individuos puestos a trabajar en grupos, donde la subjetividad
particular fue considerada como el origen (negativo) de sus
dificultades. Para formar parte de un grupo entonces, había que
dejar la subjetividad fuera de él.
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